martes, 15 de diciembre de 2009

Capítulo 2: El deber del guerrero


Mientras Valten observaba el mortífero ataque, se percató de que un grupo de takhäs habían burlado las colosales sagitas y se habían infiltrado en la muralla. Satisfecho, se dirigió a sus hombres y gritó:
-¡Parece que aún queda algo de diversión en esta batalla! - los alabarderos colocaron sus armas en asta, apoyando su parte inferior contra el suelo y utilizando sus pies como tope.
Los monstruos corrieron ajenos al peligro que comportaba cargar contra un muro de afiladas astas...

El guerrero permanecía en silencio, inmóvil, cargando con su aboyado escudo y la reluciente espada, por la cual se deslizaba una gota de sangre negra.
La unidad del comandante Sayrz acompañaba a su líder en su silencio, pero no sin poder sentirse asustados, tensos ante la idea de que el gran ejército takhä consiguiera adentrarse en la ciudad de Ardân; ellos serían la última fuerza de choque que defendería el patio y si hubiera una entrada masiva de enemigos, sabían que no podrían detenerlos...
En ese instante, un estruendo sobresaltó al comandante espadachín. Apretó con fuerza la empuñadura de su apreciada espada, Ithil, con la que había afrontado tantas batallas; ahora vivirían juntos el momento de su final.
Un segundo golpe turbó la moral de los espadachines y gran parte dieron varios pasos alejándose de la puerta. El comandante, pese a estar tan o incluso más aterrado que sus hombres, se encomendó al corazón de sus soldados para animarlos:
-¡¡¡No retrocedáis!!! ¡Somos la última esperanza del mundo, de los hombres! Van a necesitar algo más que esto para acabar con nosotros.
Justo después de que Sayrz terminara de hablar, un tercer golpe resonó por el interior de las murallas de la ciudad. Pero junto a este, le siguieron muchos más que desconcertaron a la unidad de espadachines. Los numerosos golpes siguieron hasta establecer un compás regular, cosa que sirvió a los hombres para entender que los golpes no provenían del portón, sino de más allá de la muralla inferior.
-¡¡¡Convocan retirada!!! -gritó uno de los defensores en lo alto de los muros:
-¡Ardân está a salvo! -vociferaba otro con júbilo.
Sorprendido, el comandante Sayrz, seguido de toda su unidad, subió a toda prisa las escaleras que conducían a la parte superior de la muralla. En lo alto, Valten le esperaba portando en su rostro una despreocupada sonrisa:
-Observa amigo, como la gran Ardân, construida por el mismísimo Nûr, sigue siendo digna de su creador.

Ante un terreno presa del caos, con infinidad de cadáveres, ruinas y llamas, la gran columna de takhäs huía despavorida por la puerta sud.
Como si se hubiera iniciado una carrera hacia ninguna parte, los amenazantes monstruos se alejaban dispersándose por todo el área exterior a la ciudad.
Lo único que pretendían era alejarse de Ardân y entrar en su lugar: las tierras rojas.



Los primeros rayos del sol trajeron consigo un profundo sentimiento agridulce a los hombres; el alivio de la victoria se veía eclipsado por una sensación de pánico inminente ante la aniquilación. Pánico a que los takhä volvieran, a que estubieran mejor organizados y a que Ardân se viera incapaz de repeler un nuevo ataque.
Katne se reencontró con sus compañeros en el panteón de Nûr, situado en la parte más alta de la ciudad.
Al igual que el resto de la población que se encontraba bajo el techo del colosal edificio, los tres vestían el negro hábito con el que se asistía a los funerales.
Entre cientos de lagrimas, una gran parte de los habitantes de Ardân se enfrentaban a un dolor más poderoso que el producido por las armas, un dolor más duro que el de la muerte; y ese era el dolor de un alma que había perdido a un ser querido.
Bajo esta escena, el sumo sacerdote del templo inició la ceremonia:
-¡Oh! Gran Nûr, agradecidos te estamos por la victoria que nos has otorgado en esta oscura noche.
Muchos han caído hoy en las fauces de la muerte, ¡Pero no lo harán en el olvido!. Así que conduce, dios Nûr, sus almas humeantes hasta tu hogar, el infinito cielo y acogelos en tu regazo. Cuida de los valientes y de los inocentes...

Mientras el sumo sacerdote tomaba aire para proseguir con su discurso, uno de los encapuchados que había acudido al funeral se acercó a Katne y Sarz. La fina sotana no puso ocultar la corpulente envergadura de extraño y los dos comandantes pudieron reconocer rápidamente la silueta de su viejo amigo Valten.
Los tres compañeros, se dirigieron a una sala más apartada del templo. Nada más entrar, Sayrz reconoció la estatua que presidía el habitáculo y recordó las leyendas que le explicaba su padre sobre ese personaje: el guerrero eterno Naresh.

La profunda voz de su compañero lo sacó de sus cavilaciones:
-Debemos valorar la peligrosa situación en la que se encuentra Ardân.
Katne y Sayrz endurecieron su rostro al oír las palabras de su compañero. El silencio se apoderó de la sala de Naresh, pudiendo oír con dificultad las palabras del sumo sacerdote, que proseguía con la ceremonia en la parte principal del templo.
Tras unos segundos, Katne rompió el silencio:
-¡¿Y que quieres hacer?! Estamos atados de pies y manos. Han muerto muchos hoy, no seremos los suficientes para detener otro ataque... Y por si fuera poco, la rendición nos perjudicaría más que la propia muerte. -fue solo la pronunciación de la palabra “rendición” lo que exaltó a Valten elevando el tono de voz mucho más de lo necesario:
-¡¡¡Prefiero arder antes que ver Ardân bajo las garras de esos desgraciados!!! -dándose cuenta de su grito, cogió aire y algo más sosegado, prosiguió:
-Pero no veo luz en el final de este túnel.

Katne y Valten buscaron la mirada de su compañero Sayrz en busca de una tercera opinión. Este, como solía hacer en una mala costumbre, se había abstraído de la conversación y contemplaba la llamativa representación de Naresh.
El poderoso guerrero mantenía su enorme espada en una sola mano y con ella señalaba hacia el frente. Pero no era su heroica posición lo que más atraía de la escultura, sino su mirada. Confiada, orgullosa y que transmitía un profundo sentimiento de coraje en los que la observaban.
Sayrz dejó de mirar al guerrero, cuya representación medía el triple que un hombre normal y se dirigió a sus compañeros decidido:
-Amigos. Vamos a convocar una audiencia con los cien sabios. - los comandantes de las compañías de arqueros y alabarderos de Ardân se quedaron sorprendidos ante tal afirmación y contestaron:
-¿Comparecer ante los cien sabios? Ya han dado la orden de agilizar los trabajos de reconstrucción de la muralla inferior y el refuerzo de sus almenas. No creo que nos aporten ninguna idea más...- Sayrz miró a sus compañeros con un rostro lleno de esperanza y les anunció:
- No es consejo lo que quiero, sino permiso. Necesitaremos el consentimiento y el apoyo de Ardân para nuestra tarea, y si estoy en lo cierto, para nuestra salvación...

Una leve brisa que traía el olor del mar invadió el teatro dónde los tres comandantes aguardaban el don de la palabra.
Ante ellos, los cien sabios entre susurros se preguntaban la intención de los dirigentes de las fuerzas de Ardân. Pasados varios minutos, un representante de los ancianos se puso en pie.
-Estamos preparados para oír sus sugerencias caballeros. -articularon sus labios, ocultos tras una prominente barba blanca.
Katne, Valten y Sayrz se miraron algo intimidados por el silencio que reinó en la sala. Durante unos largos segundos, ambos contemplaban a Sayrz, que permanecía inmobil mirando a los sabios. Dando un paso al frente, al fin habló:
-Me dirijo a este consejo como Sayrz Luprus, comandante de las unidades de infantería y portavoz de la defensa de la ciudad. Debo comunicar en primer lugar, que la exitosa defensa de Ardân exige el reconocimiento de los hombres que han luchado por defenderla. Sin su incansable valor, sería hoy fuego lo único que vislumbrarían nuestros ojos.
Las palabras de Sayrz conmocionaron e iniciaron de nuevo rumores entre los asistentes. El comandante hizo ademán de continuar su discurso:
-Sin embrago... con gran tristeza he de declarar, que nuestros esfuerzos son insuficientes... Las continuas holeadas que nos asedian desde las tierras rojas se producen cada vez con más frecuencia. Nuestras tropas sufren el desgaste de tan numerosas batallas. Por cada uno de los nuestros que cae, son tres los takhä que encuentran su fin, pero por grande que sea el margen de victoria, siempre vuelven a aparecer más. Incansables, sedientos de sangre.
Las palabras de Sayrz, pese a contener en ellas una gran verdad, empezaban a incomodar al consejo, dónde los susurros habían vuelto a inundar el aire. Sin hacerse esperar, una voz surgida del grupo, se dirigió a Sayrz:
-Conocemos la situación comandante. ¡Pero no hay nada más que podamos hacer! Durante siglos, las murallas de Ardân han resistido al enemigo, inexpugnables ante los múltiples ataques gracias al favor de Naresh. Han sido reforzadas, una y otra vez, reconstruidas para que esa situación perdurara. Para que sigamos poseyendo nuestro derecho a existir... Al igual que nuestros ancestros, nuestra única opción es defenderla hasta el final. Si hemos de caer, Ardân resistirá hasta el final. Hasta el último de sus guerreros.
Las palabras del anciano despertaron sobre sus semejantes una breve sensación de euforia que pronto fue substituida por la tristeza. La pérdida de la ciudad de Ardân, aún siendo de manera noble, supondría que todas las vidas que se sacrificaron en la gran guerra contra los trece demonios no sirvieran de nada. Percatándose de los gestos de los ancianos, Sayrz intervino de nuevo:
-Eh aquí el motivo de mi audiencia con esta asamblea. Pido el consentimiento para mi partida de Ardân, hacia las tierras rojas.
Las palabras del comandante crearon una muda exclamación que inundó la sala. No obstante ninguno se aventuró a decir nada, contemplaban al joven comandante con intriga a la espera de que se resolviera la incertidumbre de su petición. Valten, que se encontraba detrás, extendió una mano sobre el hombro de Sayrz con el fin de llamar su atención. Este lo miró y negó con la cabeza para dar un paso al frente y continuar:
-Consejo de los cien sabios. Traeré a la ciudad la Sindey, la misma espada que sirvió a Naresh en la gran guerra. Con ella, ¡aseguraremos la supervivencia de Ardân!
El anciano que aún se encontraba en pie se anticipó a sus semejantes y con tono de replica dijo:
-¡Eso es imposible comandante! Nadie ha osado jamás abandonar la gran ciudad de Ardân. Sólo algunos dementes han atravesado las murallas. Nunca se ha vuelto ha saber de ellos...Desde la llegada de los trece, el resto del mundo ha permanecido desolado y plagado de esas criaturas.
-Sólo se debe atravesar la antigua Rüen en dirección nordeste por espacio de tres semanas, hasta el paso de Ostrang. Es allí donde la hoja Sindey permanece dormida desde los primeros tiempos...
Se hizo el silencio en la cámara de los cien sabios. La idea de Sayrz parecía imposible, pero por otro lado, las demás opciones no eran mucho mejores. Tras unos minutos de deliberación, uno de los sabios pidió la palabra:
-Vuestro plan, maestro Sayrz, carece de total lógica y estrategia... Sin embargo, la gloria es obtenida por aquellos que no le temen a lo desconocido. Aún así, no podemos permitir que se unan a su... -el anciano escogió cuidadosamente cuales iban a ser sus próximas palabras: -“Misión”. No tenemos más remedio que respetar su decisión, pero me temo que no se le otorgará la responsabilidad de cargar con más vidas para este cometido.
Sayrz asintió con seriedad. Sabía tan bien como los ancianos que su campaña acabaría con su muerte. En solitario, podría intentar pasar desapercibido hasta llegar a Ostrang. Mientras empezaba a pensar en las posibilidades de su misión, una suave voz lo sacó de sus pensamientos:
-No acudirá solo a su tarea. A mi propio cargo, me hago responsable de mi integridad y decido unirme al comentido del comandante Sayrz Luprus. Es mi propia decisión y según nuestras leyes, no puede ser rechazada. -el comandante de las unidades de arqueros de Ardân, Katne avanzaba para ponerse al lado de Sayrz. Al pasar a su lado, le dedicó una de sus inocentes sonrisas.
Unas grandes manos aferraron amistosamente el cuellodel joven arquero.
-Te has adelantado Katne -dijo el robusto Valten.
Volviéndose a la sala, continuó: -Al igual que los dos comandantes, me uno a ellos en su cometido.
-No podemos dejar a Ardân sin sus comandantes -profirió una voz de entre los ancianos.
-Necesitamos más que nunca mantener las defensas a pleno rendimiento. No podemos fallar en lo más mínimo, de ser así... -anunció otro de los sabios, mostrando en su tono la angustia.
- Las posibilidades de la misión se incrementarían si partimos con Sayrz hacia Ostrang. -dijo el delgado Katne- Entiendo la necesidad de que permanezcan en al ciudad los altos cargos del ejército. Pero contamos con buenos hombres, son varios los que podrían ocupar nuestro lugar... Yo mismo redactaré un informe con posibles candidatos.
Una vez más, el silencio, heraldo de la reflexión, ocupó la asamblea. La deliberación fue esta vez más intensa con claros gestos que apoyaban y criticaban la misión. Finalmente, un anciano de barba gris se levantó ayudándose de un magnífico báculo para dirigirse a los comandantes, que aguardaban el veredicto con expectación:
-Nuestra cámara no tiene poder para denegar vuestra partida... -dijo el anciano con voz queda – pero poder hacerlo apoyaríamos vuestra campaña pese al gran sacrificio que para Ardân supone.
Los tres comandantes se miraron incrédulos ante la decisión de la cámara.
-Necesitamos con gran urgencia que vuestros objetivos se cumplan y para ello nos aferramos a esta nueva esperanza que se nos presenta...
Con un gran júbilo, Katne, Sayrz y Valten no puedieron ocultar sus sentimientos y perder las formas ante los venerables ancianos. Tras unos segundos de euforia con dificultad contenida, la poderosa voz de Valten retumbo en la samblea:
-Si de entre los hombres de Ardân existe uno el cual quiera acompañarnos, ancianos, hacedle saber que nos encontraremos con él dentro de dos días, en el manantial de Kur. De allí partiremos hacía las tierras rojas...
La valentía de los comandantes, inspiró como hacia en sus hombres, a los sabios del consejo. El hombre de barba gris pidió una última vez la palabra ante sus semejantes:
-Marchad pues con nuestras esperanzas bajo los escudos y nuestra fuerza en vuestras armas. Volved con la espada, hijos de Ardân. Llevad hasta lo más alto nuestro orgullo, nuestro estandarte y salvad la tierra que con tanta estima todos hemos defendido.


Cuando los tres jóvenes salieron de la sacra plaza donde se celebraban las asambleas de los cien sabios, una refrescante brisa venida del gran mar, acarició sus rostros en la ya entrada noche. Katne observó en la inmensa distancia de la ciudad de Ardân a sus habitantes que se apresuraban en reconstruir la muralla.
La nueva esperanza de la espada de Naresh era una epopeya prácticamente imposible, pero lmotivaría a los hombres para no perder la fe y seguir luchando. Debían de hacer todo lo posible para conseguir su objetivo. Por todos ellos.
Sayrz miró a sus compañeros con una sonrisa en la boca. Eran tantas las palabras que en ese momento podría haberles dirigido...
Finalmente sólo fue una la que dirigió a sus amigos:
- Gracias -dijo mientras observaba la luna que en aquella noche iluminaba con su manto plateado la gran ciudad de Ardân.