jueves, 18 de noviembre de 2010

Capítulo 9: Bayz


Una extraña sensación, mezcla de asombro y felicidad se apoderó de los Isïr. Sonriendo, Nariel se adelantó al resto de sus compañeros.
-¿Hablas nuestra lengua?
El joven permaneció unos segundos en silencio, escogiendo de un modo adecuado la mejor forma de expresar sus ideas.
-Y es también nuestra -se limitó a contestar el joven.
Sin dar tiempo a que la sacerdotisa dijera algo más, abordó al grupo con un mar de preguntas.
-¿Como es que sois tan distintos a los takhä? No habíamos visto nunca una variante de vuestro tipo. ¿Acaso... no lo sois? Y si es así, ¿Qué sois?
Nariel no pudo evitar sonreír. Había algo de aquel individuo jovial que le transmitía confianza.
-Todos mis compañeros, al igual que yo, venimos desde la ciudad de Ardân, más allá de la cordillera de Kalim. Partimos...
-¿¡Una ciudad!? -interrumpió el joven, perplejo.
-¡Así es! -confirmó Katne, que atrajo la atención del habitante de la ciudad del hierro.
Aún sin palabras, se alejó de los Isïr, bordeó el circulo formado por la guardia y se acercó a la balconada donde el hombre del parche en el ojo permanecía a la espera, con claros signos de impaciencia.
Al igual que para la compañía había supuesto el hallazgo de la ciudad, la noticia de la existencia de vida fuera de las murallas causó en los habitantes de la ciudad del hierro una gran conmoción. El individuo de túnica blanca aún explicaba algo cuando la figura corpulenta que hasta entonces había presidido la balconada, desapareció en las sombras dejándole con la palabra en la boca. Tras unos segundos, volvió a aparecer por una de las puertas que daba al centro de la plaza acompañado de su séquito. El circulo de soldados se abrió, dejándole paso mientras hincaban una rodilla en señal de respeto.
Algo incómodos, los Isïr vieron como el hombre se acercaba decidido hacia ellos con el joven intérprete a sus espaldas. Se plantó a unos pasos de ellos mientras algunos guardias les apuntaban al cuello con sus lanzas. Desde atrás, pudieron distinguir la voz del joven.
-Mardur quiere saber vuestros nombres.
-Bien, -dijo la sacerdotisa. -estos son el comandante Valten y su capitán Viktor.
Valten asintió ligeramente con la cabeza en señal de saludo mientras que Viktor aún seguía mirando desafiante al soldado que le había atacado, permaneciendo ajeno a la conversación.
-Este es Katne, comandante de la compañía de arqueros. Hlenn y Yannâ sacerdotisas de Kûr. Y a mi derecha se encuentra Shannah, domadora. Y yo soy Nariel, gran sacerdotisa de Kôr.
El joven permaneció unos segundos en silencio. Después, se limitó a traducir las presentaciones en su lengua, para que el resto las entendiera.
Al oír los nombres de cada uno de los Isïr, el hombre del parche pareció serenar su desconfianza ante los extraños. Acto seguido, volvió a realizar otra pregunta que de nuevo tuvo que ser traducida.
-Pregunta por Ardân.
De nuevo Nariel, que había tomado el liderato del grupo, fue la que respondió a las preguntas de los nativos de la ciudad del hierro.
-Desde tiempos inmemoriales, nuestra ciudad ha existido en la parte más occidental de Rüen. Tras los amplios muros de Ardân, contuvimos la embestida de las tropas de los trece demonios en el tiempo en que toda Rüen cayó... o por lo visto, eso creímos.
>> Conseguimos resistir cientos de años gracias a las buenas defensas y a un sistema que nos permitió no tener que abandonar los muros. Más allá, eran sólo tierras yermas y los innumerables todo lo que podían alcanzar a ver nuestros ojos.
Mientras Nariel seguía con su explicación, el joven traducía al instante lo que la gran sacerdotisa decía.
El resto de los Isïr pudieron ver en la mirada de Mardur una cierta simpatía. No era necesario, por el estado de la muralla exterior de la ciudad del hierro, que les explicasen los continuos ataques que al igual que Ardân, ellos mismos también habrían recibido.
El corpulento individuo prestó gran atención en todo el relato de Nariel, pero se mostró especialmente interesado en lo que refería al viaje de los Isïr hasta que llegaron hasta la ciudad.
Cuando la gran sacerdotisa terminó, el traductor siguió hablando con Mardur. Mantuvieron una conversación algo extensa. Por lo que podía interpretarse guiándose por el lenguaje corporal, el joven trataba de convencer a su superior sobre algo. Tras unos minutos, Mardur calló con aire dubitativo y finalmente asintió ante la prerrogativa de su subalterno. Este sonrió alegremente e hincó su rodilla agachando su cabeza hasta casi tocar con ella, en una muestra de profundo agradecimiento. El corpulento individuó lo miró un instante antes de dar media vuelta y, acompañado de sus hombres de nuevo, desaparecer por una de las salidas de la plaza.

Al igual que el resto de la ciudad, la casa despertaba una inmensa curiosidad en todos los sentidos. La fachada, construida con el hierro rojizo característico de toda la ciudad, apenas tenía ventanas, algo que llamo la atención de los aventureros. El material tenía relieves que se antojaban en todas direcciones y sin una función específica. Como la muralla y el resto de las construcciones de la ciudad, parecían haberse utilizado ya anteriormente y reciclado para edificar estas.
El interior de la casa del joven traductor era bastante grande. Sobre mesas y estanterías que se repartían por todo el habitáculo, descansaban extraños artilugios y cántaros transparentes llenos con extraños líquidos de colores muy diversos.
-Tomad asiento donde podáis. Estáis en vuestra casa. -dijo el anfitrión mostrando una espléndida sonrisa.
Era un joven muy enérgico, incapaz de estar quieto mucho tiempo en un mismo lugar. Esta faceta también se veía reflejada cuando mantenía una conversación, parecía que sentía cierta repulsión a los silencios.
Con algunas dificultades, se acomodaron en lo que parecían unos rudimentarios taburetes de hierro, esparcidos por la sala en la cual se encontraban, que debía ser la principal.
-Por cierto, debéis disculpad mi falta de educación, aún no me he presentado. Mi nombre es Thuryan.
El joven Thuryan sonrió mientras estrechaba las manos al resto, una costumbre típica entre los habitantes de la ciudad del hierro que para los habitantes de Ardân encontraron de los más curiosa. Sin ser capaz de reprimir sus instintos, Thuryan volvió a abordarlos con un sin fin de preguntas.
-¿Como es vuestra tierra?¿Es posible que contengamos el mismo código genético? Porqué veo que somos muy semejantes en físico y apariencia, a excepción de nuestra piel. Apostaría por que en cierto modo, somos descendientes.
-Muy probablemente. -le respondió Nariel que escuchaba con atención sus palabras- Al igual que Ardân, este debe haber sido un foco de resistencia tras la devastación de Rüen, ¿no es así?
-Sí. Todo se presentaba ante nosotros del mismo modo que en su día creísteis vosotros. Atrincherados tras nuestros muros, creímos ser el último reducto humano. La ciudad de Bayz que había desafiado al gran poder de los trece.
Thuryan dibujó en sus labios una sonrisa torcida, amarga, que sin duda reflejaba el sentimiento compartido con los habitantes de Ardân cuando creían que eran el único vestigio de los humanos. Por ello, estarían condenados a la soledad, a permanecer presos dentro de sus propias defensas. Sin que hubiera nada más a lo que aspirar.
-Bayz... -susurró Yannâ.
-Ese fue el nombre que tuvimos tiempo atrás, así era como nos conocían el resto de ciudades de Rüen. Con el tiempo, ese nombre fue pasando al olvido y sólo quedó el de ciudad del hierro, en honor a la mayoría de construcciones de la ciudad. Nuestras casas son en realidad restos de las altas murallas de Bayz. Hubo un día en el que eran un cuerpo sólido impenetrable y majestuoso que se alzaba hasta el cielo, desafiando a los propios dioses. Ahora, sólo las ruinas de la torre de Prun son mártires de la grandeza del pasado de la ciudad.
El silencio se hizo en la habitación.
Si Ardân había tenido que luchar y enfrentarse a múltiples peligros para su supervivencia, debía de ser terrible resistir en Bayz, dada su situación geográfica, mucho más cercana al centro del desaparecido reino. Por un momento, los Isïr llegaron ha hacerse una idea aproximada del poder de la ciudad del hierro.
Dos golpes interrumpieron los pensamientos de los contertulios, sacándolos de los sombríos pensamientos que ahora abordaban sus mentes.
-Ha tardado en llegar. -dijo Thuryan mientras se levantaba de su sitio y se dirigía a la puerta.
Una vez allí, saludó a alguien y le invitó a pasar. Tras el joven, otra figura cruzaba el marco de la casa. El espacio comenzaba a ser reducido para tantas personas.
-Los extraños venidos de las tierras rojas. -dijo el recién llegado -mi nombre es Eredior, mucho gusto en conocerles. ¡Tenéis a toda la ciudad alborotada!
La repentina broma no tuvo ningún efecto sobre los Isïr, que permanecieron con el mismo rostro impasible. Era mas intrigante el hecho de que Eredior también hablara su misma lengua.
-Asomaos y lo veréis.
Siguiendo la oferta del recién llegado, se acercaron a la única ventana de la estancia que daba a lo que parecía ser una calle principal. Bajo las escaleras que llevaban al segundo piso, donde se situaba la casa de Thuryan, decenas de ciudadanos se congregaban curiosos ante la presencia de los extranjeros. Al verlos aparecer por la ventana, se inició un revuelo donde algunos decidieron huir prematuramente hacia un u otro lado, bien a paso ligero o sencillamente corriendo. Otros, algo inquietos, permanecieron desafiantes parados a pie de calle.
-Nadie podía imaginarse que se pudiera vivir sin la protección de estos muros. -confesó Eredior.
-Si esto hubiera ocurrido en nuestra ciudad, me temo que la reacción hubiera sido la misma. -contestó Katne riendo.
-De hecho, quien quiera que se hubiera atrevido a atravesar las tierras rojas, no habría logrado alcanzar el muro de Ardân. -añadió Valten con tono sombrío.
Tras vacilar unos instantes, Thuryan se dirigió al comandante.
-Tampoco en nuestro caso... Los vigías de las torres tienen ordenes de disparar ante cualquier movimiento fuera de la muralla. Es por eso...
-¿Que nos han atacado? -terminó Viktor la frase mientras apretaba los dientes con fuerza tras recordar la bienvenida recibida por las gentes de Bayz.
-Debéis entenderlo. -prosiguió Eredior en defensa de su compañero- Nunca en cientos de años...
Pero no pudo terminar, Nariel, en tono conciliador, se interpuso entre los soldados y los jóvenes de Bayz.
-Sabéis perfectamente que habríamos actuado igual. De hecho, había una pregunta que deseaba oír contestada desde hacía días, ¿como es que dejasteis de atacarnos con ese extraño haz de luz?
Eredior miró instintivamente a Thuryan tras la pregunta, el cual dirigió la vista hacia otro lugar. Ondeando con la mirada por la habitación, finalmente contestó.
-Por que fui yo quien dio la orden.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Capítulo 8.2. Vida


Oculto hasta el momento por una atmósfera de arena de las muchas que el viento levantaba en las tierras rojas, los Isïr pudieron ver una inmensa construcción que se alzaba desde el suelo hasta acariciar el mismo cielo.
La colosal estructura era, al menos, de una extrema singularidad. Los materiales propios de las murallas como la piedra o la madera habían sido substituidos por un cuerpo de metal, teñido por el color de la arena que le otorgaba una apariencia de óxido. Laminas de hierro se sobreponían las unas a las otras con diferentes tamaños, dejando a la estructura una figura asimétrica.
-Parece una fortaleza... -dijo Shannah.
Los aventureros observaban la edificación sin dar crédito a sus ojos. En otro tiempo, habría sido sin duda una poderosa ciudad de un gran numero de habitantes. Las torres que se erigían a cada extremo del muro presentaban inequívocos signos de lucha, retazos de la memoria histórica de aquel lugar, repleta de batallas y asedios que probablemente se remontaran a la época de los trece demonios y de los nueve reyes.

Fue Valten el primero de los Isïr en avanzar hacia la ciudad de hierro, como más tarde sería nombrada. Después, seguido por el resto de la compañía. Continuaron sin hacer mención alguna del hallazgo, pues la vista explicaría muchas más cosas que cualquiera de las teorías en las que pudieran pensar.
En ese instante, el comandante de los arqueros de Ardân, sintió esa sensación que empezaba a hacerse familiar... aquel escalofrío que recorría su cuello como una gota de agua helada y que era el aviso de un peligro cercano. El corazón le dio un vuelco y lanzó su mirada en todas direcciones buscando en la inmensidad del muro algo que llamase su atención. Lo pudo ver cuando ya era demasiado tarde.
Una luz brillante, de un color celeste intenso emergió de entre los recovecos del muro para salir proyectada hacia los Isïr. El corpulento comandante Valten salió despedido varios metros en el aire al ser impactado por la ráfaga luminosa para después estrellarse contra el suelo. La situación aún empeoró más cuando la compañía se percató de que la luz, lejos de detenerse tras el disparo, siguió hiriendo a Valten mientras yacía en el suelo. Desconcertados, los miembros de la compañía intentaron cortar la linea que unía al comandante con la muralla pero fue del todo inútil. Katne interpuso entre los dos su espada, una hoja forjada por el mejor herrero de Ardân y que, como si de papel al fuego se tratase, se consumió al instante. El rayo siguió imperturbable, sin interrupción.
Con los ojos desorbitados, el guerrero lanzó un grito de dolor mientras hacia un penoso esfuerzo por liberarse de la extraña luz. Tras unos interminables segundos, el rayo de luz disparado desde las murallas cesó, haciendo un extraño sonido. El corpulento comandante se intentó incorporar pero tras el esfuerzo no pudo hacer otra cosa que llevarse una mano al hombro, lugar donde había impactado el extraño haz de luz.
Entonces, las enormes puertas de la ciudad empezaron a abrirse lentamente.
-¿Y ahora que...? -susurró Viktor que había empuñado su martillo cuando detectó el mínimo movimiento tras las puertas.
De estas surgió un grupo de individuos que se movía oculto tras el banco de arena.
Había quedado atrás el paisaje provisto únicamente por las tierras secas y yermas que rodeaban Ardân, pero aún así eran comunes las tormentas de arena que venían del noroeste, probablemente de ese mismo lugar.
La compañía, puesta bajo aviso con el primer ataque, no vaciló y los arqueros se dispusieron a dispararar desde la distancia. Las figuras, casi invisibles tras la atmósfera de arena, desaparecieron en cuestión de milésimas bajo la tormenta. Los arqueros, tanto Hlenn como Katne, esforzaban la vista al máximo para poder encontrar un objetivo. Sombras se movían a su alrededor, cada vez más cerca. Para cuando habían localizado alguna y dirigido el arco hacia ellas, estas volvían a desaparecer. Con cada nuevo movimiento, se acercaban más y más, expandiéndose en todas las direcciones alrededor de la compañía. Los estaban rodeando.
Impotentes, Shannah lanzó un grito al resto de sus compañeros:
-¡Formad un circulo!
La respuesta no se hizo esperar y todos se situaron rápidamente alrededor de Valten, que seguía en el suelo. Katne siguió disparando en todas direcciones sin tener la certeza de encontrar un blanco. Para sus hábiles ojos, a los cuales tenía la certeza de que nada en el mundo podía escapar, estaba siendo del todo imposible seguir a uno de esos seres. La desesperación empezaba a apoderarse de él. El resto de los Ishïr había optado por permanecer a la espera de que uno de los enemigos saliera del banco de arena para luchar sin deshacer la formación.
El capitán Viktor sostenía su martillo mientras deseaba que una de esas sombras tomara forma ante él. Una sonrisa se dibujó bajo su espesa barba dorada cuando pensó en las expectativas de un nuevo combate. Pero tan rápido como había tomado forma en su mente una nueva victoria, se esfumó la idea cuando sintió que un frío filo acariciaba la piel de su cuello. Sin apenas girarse, contempló incrédulo como dos ojos de un rojo intenso se clavaban en él.
El extraño pronunció susurrando unas palabras indescifrables pero que cuya intención fue instantaneamente comprendida por el capitán. Viktor dejó caer el pesado martillo que impactó contra el suelo e hizo una muesca sobre la roca. Buscó a su alrededor al resto de sus compañeros y los encontró en su misma situación, sin aún deshacer el circulo alrededor de Valten y todos desarmados. Desviando la mirada hacia el interior de la formación, el capitán vio en la tierra un enorme agujero.
-Bajo la arena. Estaban bajo la arena... -se dijo para sí.


Un ambiente cargado ocupaba aquel lugar. Sobre Yannâ aleteaba un insecto muy extraño que no se alejaba de su rostro. Hizo ademán de espantarlo con la mano, pero las cadenas que la ataban no le permitieron alejar los brazos de la pared más que unos centímetros. Con las muñecas en alto cogidas por los grilletes, la joven sacerdotisa maldijo la suerte de los nombrados Isïr, que desde la llegada a Ostrang habían sufrido la peor de las suertes. O quizás desde el mismo momento en el que decidieron iniciar este viaje desde Ardân...
Los extraños individuos que ocupaban la ciudad de hierro habían capturado a la compañía y, haciéndolos entrar como prisioneros en la ciudadela, los condujeron hacia una de las alas de la misma muralla. En su interior se habría un pequeño habitáculo donde fueron encadenados.
De eso habían pasado varios días durante el transcurso de los cuales Valten se unió al grupo de presos una vez curada su herida.
-Al menos han sido benévolos y no han abandonado a Valten a su suerte. Debemos de estar agradecidos. -comentó Nariel cuando vio al comandante que era traído a la prisión donde ellos estaban.
-¡Nos han disparado y después hecho prisioneros! ¿A eso llamas tu benevolencia? -respondió Katne enfurecido.
Nariel le observó en silencio, pensativa. A diferencia de otras ocasiones en las que esa mirada era el preludio de una reprimenda por la más sabia del grupo, en esta ocasión sorprendió al resto cuando contestó.
-¡Maldita sea! Siquiera han intentado preguntarnos. -Tras un breve silencio, volvió a serenarse y continuó con su tono habitual.
-Pero debemos comprender que, al igual que ocurriría en Ardân, nadie esperaría la visita de alguien que no fuera un takhä o los dioses saben que horrible criatura. De hecho, si ese extraño rayo es obra de ellos, debemos sentirnos afortunados de que no nos hayan seguido disparando con él.
Todos callaron. Los Isïr estaban furiosos. Su ira había disminuido tras comprobar que Valten se encontraba mejor, pero aún así perduraba. Nadie no supo ni quiso añadir nada más, todo se iba a resumir a una espera hasta que los captores decidieran algo para sus nuevos prisioneros. De vez en cuando, algunos de los soldados bajaban hacia el espacio donde se encontraban reclusos y con aire confidencial y curioso los observaban. Parecían fascinados por el aspecto de los extraños de la compañía e incluso debatían entre ellos sobre algo, llegando incluso a gritarse en más de una ocasión.
El aspecto de esas criaturas era sumamente inusual por el hecho de asemejarse en gran medida a los nativos de Ardân. La fisionomía era muy semejante, con la única excepción de que eran algo más bajos y por lo general de constitución más delgada. Pero era el color de su piel, bello y ojos lo que más llamaba la atención. Mientras que en los habitantes de Ardân era el color rosáceo el que predominaba, en los habitantes de la ciudad del hierro era el rojo. Sus ojos, y en su mayoría el cabello eran de un rojo de diversas tonalidades que variaban según el individuo.
Por tanto, cada vez que uno de los guardias se decidía a bajar a ver a los prisioneros, se daba la curiosa situación en la que tanto unos como otros se observaban sin apenas pestañear. Eso parecía que molestaba a los soldados.

Los días de cautiverio se prolongaron por espacio de una semana hasta que, en el ocaso de uno de estos, un numeroso grupo de soldados armados con extrañas lanzas los liberaron de las ataduras y los condujeron al exterior. Mientras subían las largas escaleras que conducían hasta el interior de la gran ciudad, los Isïr, mal alimentados durante el cautiverio se resintieron de todo su cuerpo, dificultándoles enormemente la subida.
Pronto divisaron el fin de los corredores. La luz del día de las tierras rojas se insinuaba tras una gran puerta. Uno de los soldados se avanzó al resto del grupo y la abrió.
La intensa luz obligó a cerrar los ojos a los Isïr, los cuales se habían acostumbrado a la oscuridad de la celda. Todos forzaron la vista en un intento de apaciguar una curiosidad que nació en el mismo instante que observaron los muros de la ciudad de hierro. Que encontrarían allí.
Ni el más sabio de entre los ancianos de Ardân, ni el mejor de los escritores de historias, ni siquiera la propia imaginación habría sido capaz de crear en sus mentes algo tan majestuoso como lo era la imagen que ante ellos se acababa de presentar. Sin lugar a dudas, no la olvidarían jamás.
Lo que la gran muralla ocultaba era una construcción que se abría paso hasta las mismas nubes rojas que ocultaban el sol. Durante toda su estructura de blanco mármol, ahora ya maltrecha por el paso del tiempo, se asentaban desafiando a la misma gravedad estructuras que colgaban en su muro. Enormes balconadas, porches y ventanas decoraban la construcción habiendo en cada una de ellas vegetación, llegando incluso a ocuparse por árboles.
-Es increíble... -logró articular Hlenn.
Los soldados de la ciudad del hierro dirigían a la compañía, dándoles grandes empujones e incluso en más de una ocasión, golpeando a Katne, que no podía evitar pararse para contemplar aquel inimaginable edificio. El joven arquero tuvo la impresión de que los soldados se sentían airados cuando lo observaba.
Pasados unos segundos algunos de los Isïr desviaron la mirada del edificio, el cual había concentrado toda su atención hasta entonces y vieron hacia donde se dirigían sus pasos. En medio de una ciudad que se extendía alrededor de la construcción de mármol, toda una serie de casas de metal se repartían sin orden por la explanada dentro de la muralla. De entre todas ellas, una de forma esférica destacaba por encima de todas. Por el rumbo que estaban tomando, parecía ser ese el objetivo de los soldados.

Allí se encontraban. Los Isïr, que partieron desde Ardân con todas las esperanzas y sueños de toda la ciudad habían fracasado, habían perdido a uno de sus miembros y además, estaban ahora a disposición de unas gentes a las que temían.
En el centro de una enorme plaza, docenas de soldados les rodeaban armados con esas extrañas lanzas que de su punta emitían un brillo azul. Detrás de ellos, repartidos entre una zona de gradas que rodeaban el interior del edificio esférico, permanecían sentados un gran numero de individuos, de apariencia semejante a los que les apresaron fuera de la ciudad.
-¿Es un maldito estadio o que? -gruñó Viktor que miraba a un y otro lado mientras veía como la plaza se llenaba a medida que pasaban los minutos.
Yannâ vio como en una de las partes había construida una balconada. Bajo esta, unas formas permanecían sentadas de cara a ellos.
-Podría tratarse de una especie de centro de reunión o alguna cosa parecida. Los que llenan este lugar parecen ser los habitantes y los que nos rodean el cuerpo militar. En cuanto a los que están en esa balconada...
La joven sacerdotisa no pudo expresar sus teorías. En el extraño balcón, una figura emergió de entre las sombras haciendo que su sola presencia, sin necesidad de pronunciar sonido alguno, hiciera callar al resto de los asistentes. El individuo, de un cabello rojo muy claro, casi rosáceo y de una edad en apariencia temprana para la seriedad de la que hacía alarde, pronunció unas palabras de nuevo ininteligibles para los Isïr. Acto seguido, cedió el centro del balcón a otra figura que se situó delante. Un hombre corpulento y calvo se acercó al filo de la construcción para dejarse ver y al instante ser aclamado con gran devoción por los presentes. Tras unos segundos alzó un brazo y el silencio se hizo en la plaza. Con voz recia y profunda, el hombre inició un discurso que sin duda iba dirigido hacia la compañía. Incapaces de entender lo que les decía, los Isïr permanecieron en silencio observándolo. Cuando no obtuvo ninguna respuesta, el hombre, que parecía ser una figura de autoridad dentro de ese lugar, señaló a uno de los soldados que rodeaban a los Isïr y le dirigió unas palabras. Al instante, el soldado se aproximó a Viktor, que estaba más próximo a él y le golpeó en el estomago con la parte inferior de la lanza. El capitán cayó de rodillas lanzando un quejido. Era tal el silencio que se respiraba en la plaza que la voz de Viktor llegó clara hasta cada uno de los presentes.
-¡Maldito seas! Así que a traición ¿no? -gritó mientras se llevaba la mano al vientre. Aprovechando que se encontraba en el suelo, estiró su brazo hacia este y cogió un puñado de arena. Tambaleándose, simulando andar desconcertado se acercó al soldado que le había golpeado y por sorpresa le lanzó la tierra a los ojos. Pero el objetivo ya se había percatado de que algo tramaba y estuvo atento al repentino ataque, esquivándolo primero y lanzándole otro golpe más, esta vez sobre la cabeza.
La reacción de Viktor provocó en el ambiente un drástico cambio. Los presentes empezaron a debatir entre ellos, frenéticos. Se limitaban a decir palabras cortas y casi susurrándolas, valorando la posibilidad de que los extraños volvieran a hablar. El rostro del mismo jefe de los habitantes de la ciudad del hierro mostraba una gran sorpresa. Tras unos segundos sin reaccionar, el hombre que poseía un parche en su ojo izquierdo se dirigió hacia el joven que le había anunciado con algo urgente. Tras recibir las órdenes, este asintió y salio proyectado hacia la salida de la plaza, abriéndose paso a través del gentío.

Los minutos pasaron lentos. Una tensión extraña se había apoderado del lugar y nadie parecía querer interrumpirla. Los Isïr habían recogido a Viktor, que sangraba de la herida que el soldado le había hecho en una ceja. El capitán observaba al soldado sin casi pestañear y pidiendo a los dioses que se diese la oportunidad para devolverle el golpe.
Un sonido metálico se oyó tras los Isïr, que instintivamente dieron la vuelta. De la puerta principal apareció el mismo joven que había recibido las órdenes del hombre del parche pero acompañado de otro individuo, de una edad cercana a la suya. Ambos venían sin aliento y con claros síntomas de haber llegado hasta allí en una carrera rápida.
Al verlos, el jefe sonrió complacido y se dirigió al recién llegado, el cual respondió con un saludo reverencial. Perplejo, el joven al cual habían ido a buscar se acercó rápidamente a los Isïr, cuidando de no traspasar el cordón levantado por los soldados.
El joven llevaba lo que parecía ser una túnica blanca, abierta por el centro y provista de botones. Hundía sus dedos en el pelo distraidamente, mientras observaba los rostros, la ropa y las armas de la compañía. Volvió a dirigirse al hombre del parche, que contestó escuetamente a una pregunta sencilla formulada por el joven y este volvió a sus pensamientos. De uno de los bolsillos extrajo un extraño artilugio, formado por dos vidrios que colocó ante sus ojos. Sujetos por dos patillas puestas tras las orejas, plasmaron en los mismo vidrios toda una serie de extrañas letras de color azul.
-¿Que diantres es eso? -preguntó Valten mientras señalaba las gafas del individuo.
Como en la anterior ocasión en que Viktor había hablado, las palabras del comandante despertaron la curiosidad de todos los presentes, pero en especial del joven que los observaba de cerca. Quedó varios segundos en silencio, pensando en algo. Moviendo los labios lentamente se dirigió a la compañía.
-¿Entendéis algo de lo que os digo?