jueves, 18 de noviembre de 2010

Capítulo 9: Bayz


Una extraña sensación, mezcla de asombro y felicidad se apoderó de los Isïr. Sonriendo, Nariel se adelantó al resto de sus compañeros.
-¿Hablas nuestra lengua?
El joven permaneció unos segundos en silencio, escogiendo de un modo adecuado la mejor forma de expresar sus ideas.
-Y es también nuestra -se limitó a contestar el joven.
Sin dar tiempo a que la sacerdotisa dijera algo más, abordó al grupo con un mar de preguntas.
-¿Como es que sois tan distintos a los takhä? No habíamos visto nunca una variante de vuestro tipo. ¿Acaso... no lo sois? Y si es así, ¿Qué sois?
Nariel no pudo evitar sonreír. Había algo de aquel individuo jovial que le transmitía confianza.
-Todos mis compañeros, al igual que yo, venimos desde la ciudad de Ardân, más allá de la cordillera de Kalim. Partimos...
-¿¡Una ciudad!? -interrumpió el joven, perplejo.
-¡Así es! -confirmó Katne, que atrajo la atención del habitante de la ciudad del hierro.
Aún sin palabras, se alejó de los Isïr, bordeó el circulo formado por la guardia y se acercó a la balconada donde el hombre del parche en el ojo permanecía a la espera, con claros signos de impaciencia.
Al igual que para la compañía había supuesto el hallazgo de la ciudad, la noticia de la existencia de vida fuera de las murallas causó en los habitantes de la ciudad del hierro una gran conmoción. El individuo de túnica blanca aún explicaba algo cuando la figura corpulenta que hasta entonces había presidido la balconada, desapareció en las sombras dejándole con la palabra en la boca. Tras unos segundos, volvió a aparecer por una de las puertas que daba al centro de la plaza acompañado de su séquito. El circulo de soldados se abrió, dejándole paso mientras hincaban una rodilla en señal de respeto.
Algo incómodos, los Isïr vieron como el hombre se acercaba decidido hacia ellos con el joven intérprete a sus espaldas. Se plantó a unos pasos de ellos mientras algunos guardias les apuntaban al cuello con sus lanzas. Desde atrás, pudieron distinguir la voz del joven.
-Mardur quiere saber vuestros nombres.
-Bien, -dijo la sacerdotisa. -estos son el comandante Valten y su capitán Viktor.
Valten asintió ligeramente con la cabeza en señal de saludo mientras que Viktor aún seguía mirando desafiante al soldado que le había atacado, permaneciendo ajeno a la conversación.
-Este es Katne, comandante de la compañía de arqueros. Hlenn y Yannâ sacerdotisas de Kûr. Y a mi derecha se encuentra Shannah, domadora. Y yo soy Nariel, gran sacerdotisa de Kôr.
El joven permaneció unos segundos en silencio. Después, se limitó a traducir las presentaciones en su lengua, para que el resto las entendiera.
Al oír los nombres de cada uno de los Isïr, el hombre del parche pareció serenar su desconfianza ante los extraños. Acto seguido, volvió a realizar otra pregunta que de nuevo tuvo que ser traducida.
-Pregunta por Ardân.
De nuevo Nariel, que había tomado el liderato del grupo, fue la que respondió a las preguntas de los nativos de la ciudad del hierro.
-Desde tiempos inmemoriales, nuestra ciudad ha existido en la parte más occidental de Rüen. Tras los amplios muros de Ardân, contuvimos la embestida de las tropas de los trece demonios en el tiempo en que toda Rüen cayó... o por lo visto, eso creímos.
>> Conseguimos resistir cientos de años gracias a las buenas defensas y a un sistema que nos permitió no tener que abandonar los muros. Más allá, eran sólo tierras yermas y los innumerables todo lo que podían alcanzar a ver nuestros ojos.
Mientras Nariel seguía con su explicación, el joven traducía al instante lo que la gran sacerdotisa decía.
El resto de los Isïr pudieron ver en la mirada de Mardur una cierta simpatía. No era necesario, por el estado de la muralla exterior de la ciudad del hierro, que les explicasen los continuos ataques que al igual que Ardân, ellos mismos también habrían recibido.
El corpulento individuo prestó gran atención en todo el relato de Nariel, pero se mostró especialmente interesado en lo que refería al viaje de los Isïr hasta que llegaron hasta la ciudad.
Cuando la gran sacerdotisa terminó, el traductor siguió hablando con Mardur. Mantuvieron una conversación algo extensa. Por lo que podía interpretarse guiándose por el lenguaje corporal, el joven trataba de convencer a su superior sobre algo. Tras unos minutos, Mardur calló con aire dubitativo y finalmente asintió ante la prerrogativa de su subalterno. Este sonrió alegremente e hincó su rodilla agachando su cabeza hasta casi tocar con ella, en una muestra de profundo agradecimiento. El corpulento individuó lo miró un instante antes de dar media vuelta y, acompañado de sus hombres de nuevo, desaparecer por una de las salidas de la plaza.

Al igual que el resto de la ciudad, la casa despertaba una inmensa curiosidad en todos los sentidos. La fachada, construida con el hierro rojizo característico de toda la ciudad, apenas tenía ventanas, algo que llamo la atención de los aventureros. El material tenía relieves que se antojaban en todas direcciones y sin una función específica. Como la muralla y el resto de las construcciones de la ciudad, parecían haberse utilizado ya anteriormente y reciclado para edificar estas.
El interior de la casa del joven traductor era bastante grande. Sobre mesas y estanterías que se repartían por todo el habitáculo, descansaban extraños artilugios y cántaros transparentes llenos con extraños líquidos de colores muy diversos.
-Tomad asiento donde podáis. Estáis en vuestra casa. -dijo el anfitrión mostrando una espléndida sonrisa.
Era un joven muy enérgico, incapaz de estar quieto mucho tiempo en un mismo lugar. Esta faceta también se veía reflejada cuando mantenía una conversación, parecía que sentía cierta repulsión a los silencios.
Con algunas dificultades, se acomodaron en lo que parecían unos rudimentarios taburetes de hierro, esparcidos por la sala en la cual se encontraban, que debía ser la principal.
-Por cierto, debéis disculpad mi falta de educación, aún no me he presentado. Mi nombre es Thuryan.
El joven Thuryan sonrió mientras estrechaba las manos al resto, una costumbre típica entre los habitantes de la ciudad del hierro que para los habitantes de Ardân encontraron de los más curiosa. Sin ser capaz de reprimir sus instintos, Thuryan volvió a abordarlos con un sin fin de preguntas.
-¿Como es vuestra tierra?¿Es posible que contengamos el mismo código genético? Porqué veo que somos muy semejantes en físico y apariencia, a excepción de nuestra piel. Apostaría por que en cierto modo, somos descendientes.
-Muy probablemente. -le respondió Nariel que escuchaba con atención sus palabras- Al igual que Ardân, este debe haber sido un foco de resistencia tras la devastación de Rüen, ¿no es así?
-Sí. Todo se presentaba ante nosotros del mismo modo que en su día creísteis vosotros. Atrincherados tras nuestros muros, creímos ser el último reducto humano. La ciudad de Bayz que había desafiado al gran poder de los trece.
Thuryan dibujó en sus labios una sonrisa torcida, amarga, que sin duda reflejaba el sentimiento compartido con los habitantes de Ardân cuando creían que eran el único vestigio de los humanos. Por ello, estarían condenados a la soledad, a permanecer presos dentro de sus propias defensas. Sin que hubiera nada más a lo que aspirar.
-Bayz... -susurró Yannâ.
-Ese fue el nombre que tuvimos tiempo atrás, así era como nos conocían el resto de ciudades de Rüen. Con el tiempo, ese nombre fue pasando al olvido y sólo quedó el de ciudad del hierro, en honor a la mayoría de construcciones de la ciudad. Nuestras casas son en realidad restos de las altas murallas de Bayz. Hubo un día en el que eran un cuerpo sólido impenetrable y majestuoso que se alzaba hasta el cielo, desafiando a los propios dioses. Ahora, sólo las ruinas de la torre de Prun son mártires de la grandeza del pasado de la ciudad.
El silencio se hizo en la habitación.
Si Ardân había tenido que luchar y enfrentarse a múltiples peligros para su supervivencia, debía de ser terrible resistir en Bayz, dada su situación geográfica, mucho más cercana al centro del desaparecido reino. Por un momento, los Isïr llegaron ha hacerse una idea aproximada del poder de la ciudad del hierro.
Dos golpes interrumpieron los pensamientos de los contertulios, sacándolos de los sombríos pensamientos que ahora abordaban sus mentes.
-Ha tardado en llegar. -dijo Thuryan mientras se levantaba de su sitio y se dirigía a la puerta.
Una vez allí, saludó a alguien y le invitó a pasar. Tras el joven, otra figura cruzaba el marco de la casa. El espacio comenzaba a ser reducido para tantas personas.
-Los extraños venidos de las tierras rojas. -dijo el recién llegado -mi nombre es Eredior, mucho gusto en conocerles. ¡Tenéis a toda la ciudad alborotada!
La repentina broma no tuvo ningún efecto sobre los Isïr, que permanecieron con el mismo rostro impasible. Era mas intrigante el hecho de que Eredior también hablara su misma lengua.
-Asomaos y lo veréis.
Siguiendo la oferta del recién llegado, se acercaron a la única ventana de la estancia que daba a lo que parecía ser una calle principal. Bajo las escaleras que llevaban al segundo piso, donde se situaba la casa de Thuryan, decenas de ciudadanos se congregaban curiosos ante la presencia de los extranjeros. Al verlos aparecer por la ventana, se inició un revuelo donde algunos decidieron huir prematuramente hacia un u otro lado, bien a paso ligero o sencillamente corriendo. Otros, algo inquietos, permanecieron desafiantes parados a pie de calle.
-Nadie podía imaginarse que se pudiera vivir sin la protección de estos muros. -confesó Eredior.
-Si esto hubiera ocurrido en nuestra ciudad, me temo que la reacción hubiera sido la misma. -contestó Katne riendo.
-De hecho, quien quiera que se hubiera atrevido a atravesar las tierras rojas, no habría logrado alcanzar el muro de Ardân. -añadió Valten con tono sombrío.
Tras vacilar unos instantes, Thuryan se dirigió al comandante.
-Tampoco en nuestro caso... Los vigías de las torres tienen ordenes de disparar ante cualquier movimiento fuera de la muralla. Es por eso...
-¿Que nos han atacado? -terminó Viktor la frase mientras apretaba los dientes con fuerza tras recordar la bienvenida recibida por las gentes de Bayz.
-Debéis entenderlo. -prosiguió Eredior en defensa de su compañero- Nunca en cientos de años...
Pero no pudo terminar, Nariel, en tono conciliador, se interpuso entre los soldados y los jóvenes de Bayz.
-Sabéis perfectamente que habríamos actuado igual. De hecho, había una pregunta que deseaba oír contestada desde hacía días, ¿como es que dejasteis de atacarnos con ese extraño haz de luz?
Eredior miró instintivamente a Thuryan tras la pregunta, el cual dirigió la vista hacia otro lugar. Ondeando con la mirada por la habitación, finalmente contestó.
-Por que fui yo quien dio la orden.

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