martes, 7 de diciembre de 2010

Capítulo 10: Una nueva esperanza


Estaban de nuevo bajo el enorme arco de la entrada, pero esta vez era diferente. Lo que en tantas ocasiones era una sensación de fascinación ante la colosal estructura, esta vez no era más que el preludio a algo mucho mayor. En completo silencio, los Isïr permanecían al pie de la torre de mármol a la espera de que el sacerdote que les guiaba les abriera las puertas.
Era únicamente la compañía la que iba a entrar en el edificio de mármol, pues Mardur les había concedido ese privilegio sólo a ellos, ni siquiera Thuryan, miembro de importancia en Bayz, podía traspasar sus puertas. Por su parte, Eredior, quien sí disponía del permiso de los sacerdotes de la torre, había decidido acompañar a los Isïr y ayudarlos en todo lo posible.
-Esta es la torre de Hann-an -dijo el sacerdote con orgullo- antes de la llegada de los trece, este lugar sagrado había servido como centro de Bayz. Un lugar de culto, de veneración de los dioses.
El hombre de pelo cano y arrugas prominentes se dio media vuelta, dándoles la espalda a sus oyentes para así abrir la puerta. Cuando ya hubo colocado una mano sobre una de las macizas puertas del portón, añadió con tono sombrío:
-Cuan han cambiado las cosas...
Con un pesado esfuerzo, el sacerdote empujó las puertas para así dejar entrever una estancia de belleza incomparable. Si el exterior de la torre mostraba en alguna de sus partes majestuosidad, era en el interior donde se ridiculizaba esa visión. La entrada daba a un largo pasadizo, cubierto por un techo de una altura inmensa, tan grande que entre sus bigas volaban las aves que habían construido en los puntos más altos sus nidos.
En su parte mas occidental, el lugar poseía unas ventanas que llegaban hasta el techo. Por ellas entraba la luz del exterior, dando un juego del color carmesí del cielo de Rüen con el mármol pulido de Hann-an.
A lo largo del pasillo, se erigían a ambos lados de una extensa alfombra roja una serie de figuras con motivos míticos. Esculturas también de mármol que recordaban episodios de la pugna entre los trece y los nueve reyes, así como la cosmogonía del mundo e incluso sobre el origen de los hombres. Las armas de los héroes y dioses a los que encarnaban esas figuras estaba hechas de oro, un oro puro que a la menor incidencia de luz relucía con intensidad.
Los Isïr permanecieron varios segundos en la entrada, en una mezcla de un impulso por acercarse descubrir todo lo que guardaba la torre de Hann-an dentro de sus muros y a la vez de no penetrar en un lugar tan sagrado como lo era aquel. Finalmente, abrumados decidieron seguir al sacerdote que ya se encontraba a la mitad de la estancia.
El sacerdote los guió hasta unas escaleras de caracol. Estas subían por la torre dejando a banda y banda de los peldaños una peligrosa caída. Pese a ser más bien anchas, tanto en su parte interior como en la exterior las escaleras no tenían ningún tipo de barrotes o pequeño muro. De esta forma, a medida que los Isïr y Eredior avanzaron en la subida, pudieron admirar con libertad como a lo largo de los diferentes pisos se repartían toda una serie de estancias con fines muy diversos. Bibliotecas y salas de culto se presentaban ante los ojos de la compañía a medida que ascendían. Finalmente, tras un largo tiempo de trayecto, el anciano se desvío de las escaleras para acceder a una puerta decorada con relieves dorados. El sacerdote asió una anilla pesada que descansaba dentro de la cabeza esculpida de un león sobre la puerta y la hizo chocar contra la misma. Mientras esperaban respuesta por la llamada del sacerdote, los Isïr escudriñaban las representaciones del portón con gran interés.
Era una puerta de laborioso trabajo, llena de esos dibujos en relieve y que mostraban un claro indicio de que esta debía de tener una importancia singular. Destinadas a guardar algo de gran importancia.
En medio de todas esas cavilaciones otro de los sacerdotes de la torre, como otros tantos que los Isïr habían visto en el transcurso de la subida por la escalinata, abrió la puerta y les dejó pasar. El sacerdote, otro anciano de cano cabello, les hizo esperar en una antesala mientras se adentraba en otra de las estancias con prisa. Al cabo de unos minutos, volvió a aparecer y les invitó a que les acompañara. En el centro de la habitación, un hombre vestido con una larguísima túnica decorada con incrustaciones doradas permanecía sentado sobre un trono de mármol. En su mano derecha, descansando la punta sobre el suelo, sostenía un báculo en el cual también brillaba la piedra de Mardur, tan utilizada en la ciudad de Bayz. El hombre, al ver llegar a los Isïr se levantó de su asiento y bajó los escasos peldaños que distanciaban su trono del suelo.
-Bienvenidos a la torre de Hann-an. Soy Iuris, sumo sacerdote de Nûr.
Después de su presentación, los sacerdotes que habían guiado a los Isïr hasta la parte superior de la torre se inclinaron con veneración. Conducta que la compañía creyó conveniente imitar.
-Vuestra llegada ha causado gran revuelo en la torre de Hann-an. En nombre de nuestra orden, he de dar las gracias a los dioses por vuestra llegada. Largas generaciones hemos vivido bajo el yugo de los líderes de Bayz, han rechazado nuestra doctrina y condenado a nuestra fe a permanecer encerrada entre estos muros.
A medida que el sumo sacerdote de Nûr hablaba, un marcado sentimiento de amargor se dibujaba en su rostro, cada vez mas visible.
-Siempre defendimos la existencia de otro mundo lejos de la ciudad de Bayz, no toda la vida se limitaba al interior de estos muros. ¡No es posible! -exclamó Iuris -el hecho de que no se nos permita disfrutar de ella a causa de los takhä no debería significar lo contrario...
>>Es por ello que gracias a las noticias de vuestra llegada que nos comunicó nuestro aliado Eredior, volvimos a creer en un futuro distinto para la ciudad y sus habitantes, que ya tan lejos están de las antiguas enseñanzas de los dioses. Nos enviaron incluso a su hijo, Perkhathep pero fue demasiado tarde... Bayz ya se había alejado de los tiempos de las profecías y los mensajes divinos.
Las palabras de Iuris, sumo sacerdote de Hann-an causaron sobre los Isïr una gran conmoción. Eran totalmente opuestos los pensamientos y formas de vida que se llevaban en la torre y el resto de la ciudad. La fuerte fe de los sacerdotes habían permitido que los antiguos ritos permanecieran impasibles al paso del tiempo y el agresivo aislamiento de Bayz. Eran sólo los antiguos textos y la adoración a los dioses lo único que ocupaba las mentes de los sacerdotes de Hann-an.
-¿Quien es Perkhathep? -preguntó tras un largo silencio Yannâ.
-Acompañadme, pues hablará mucho mejor su recuerdo que yo mismo.

Hlenn cerró los ojos e inhaló una bocanada del fresco aire. Cuanto tiempo había pasado ya desde la última vez que había tenido esa sensación. Sonreía mientras poco después pudo ver como los últimos rayos del sol se ponían en el horizonte bajo la espesa capa de nubes que cubría el cielo.
Eran muchas las maravillas que la torre de Hann-an albergaba en su interior, pero esta sin duda las había superado a todas. La gran altura del edificio, que desde el exterior no parecía extinguirse jamás, encontraba su fin sobre la cúpula que cubría el cielo de Rüen. Cuando los Isïr, guiados por el sumo sacerdote de Nûr, llegaron a la terraza de la torre pudieron volver a ver el cielo azul y el sol. Pero había algo más en aquel lugar que llamó especialmente la atención de la compañía. Una inmensa águila, con un semblante majestuoso y las alas desplegadas los observaba desde lo alto de un podio.
-Este es Perkhathep -dijo Iuris alzando una mano en dirección a la estatua- el hijo de los dioses. Conocemos su existencia gracias a los antiguos escritos de nuestros predecesores, los cuales vivieron el día en el que descendió de los mismos cielos para acudir en nuestra ayuda. Pero fue la falta de fe de este pueblo quien acabó con él y el que nos condenó a esta vida.
La ira se apoderó de las palabras del sumo sacerdote, quien a pesar de su avanzada edad se resentía ante nada y aún conservaba fuerzas para condenar la situación de Bayz. Iuris abrió la boca en un impulso por añadir algo más, pero finalmente cerró los labios y calló.
-¿Que ocurrió con Perkhathep? -quiso saber Nariel tras la confusa leyenda del águila.
Iuris alzó sus pobladas cejas que ocultaban la mirada del anciano. Cuando lo hizo, Nariel pudo ver como los ojos de un azul intenso del sumo sacerdote se clavaban en ella.
-Veo que no consideráis las antiguas leyendas como una simple historia. Realmente creéis en ellas, no es así ¿gran sacerdotisa de Kôr?
La sorpresa se dibujó por un instante en el rostro de Nariel. No había hablado, al igual que el resto de las sacerdotisas de los Isïr, sobre el culto que mantenían a sus dioses, siquiera a Thuryan, con el que mantenía distendidas conversaciones en las noches en los que ninguno de los dos encontraba el sueño.
-En Ardân sí que las consideramos como parte de nuestro pasado, del funcionamiento del mismo mundo. -contestó Nariel una vez repuesta de su sorpresa.
El anciano sonrió conciliadoramente y acto seguido se dispuso a continuar con su relato:
-Hace doscientos años, en un día como el que todos transcurre en la ciudad de Bayz sus habitantes pudieron ver como la misma cúpula de nubes se abrió para dejar un gran vacío en el cielo. De esa puerta apareció una estela dorada que descendió por el aire hasta llegar a esta misma torre. La sagrada criatura estaba herida y con enormes dificultades logró caer sobre este mismo punto de Hann-an. Aquellos de los nuestros que en ese momento se percataron de lo sucedido llegaron hasta aquí para poder verlo. Pese ha estar muy grave, con una gran herida en el pecho, el ave conservaba una elegancia sobrenatural. Sus plumas brillaban con luz propia, un aura que parecía diferenciarla del resto de cosas que llenan el mundo.
>>El sumo sacerdote de la orden, Urusun, pasó un brazo por el cuello del animal. Este reaccionó al tacto y giró levemente su cabeza y Urusun vio unos ojos que mostraban una gran inteligencia. Al ver el rostro del sacerdote, la mirada del águila se llenó de lagrimas y fue en ese instante cuando Urusun oyó claramente, como si le susurraran en su propio oído, una voz profunda que como que venida de ninguna parte le dijo: “Os he encontrado al fin... No todo está perdido”. Tras esto, la mirada del águila se apagó y su cuerpo empezó a esparcirse como llevado por el viento, hasta que no quedó nada de él.
Los Isïr permanecieron en silencio después de escuchar el relato del sumo sacerdote. No encontraban la manera de interpretar aquella leyenda, de como relacionarla con la realidad que estaban viviendo. De como podría ayudarles en la búsqueda de la ansiada espada de Naresh.
Pero ahora se presentaban nuevas perspectivas en el viaje de los Isïr. Tal y como dijeron hacía tiempo, fueron los descubridores si, pero no sólo de las tierras yermas del desierto rojo, sino de la ciudad de Bayz. Y aún de más cosas que escapaban a su propia imaginación.

Nariel despertó tras una terrible pesadilla. Un sudor frío recorría su espalda, sólo cubierta por finos ropajes que la refrescaban frente al insoportable calor de Bayz. Se levantó de su cama y cogió uno de los mantos que utilizaba para frecuentar las calles de la ciudad. Al salir al exterior, sus pasos la condujeron directamente al taller de Thuryan. Pero esta vez, no pudo ver luz que se colara bajo la puerta. Algo confusa, dio media vuelta y se dispuso a volver a casa. En ese instante, oyó unos pasos que se acercaban a ella desde la sombra. Sonriendo, dio media vuelta.
-Buenas noches Thuryan.
En ese momento el rostro del joven que estaba totalmente concentrado en silenciar sus pasos se transformó en una sonrisa cálida, acompañada por la mirada intensa que la sacerdotisa había visto en Thuryan desde el primer día que buscó en sus ojos.
-Siempre lo son cuando me acompañas en las veladas nocturnas.
La conducta de Thuryan para ella siempre había sorprendido a la sacerdotisa. El gran carisma y liderazgo de Nariel siempre había procurado que los demás mostraran con ella un gran respeto. Pero el joven, lejos de no mostrárselo, había llegado a un punto distinto... Era diferente, sentía que estaba cerca de ella pero sin que eso llegara a incomodarla. Por ese motivo, ella también disfrutaba de sus conversaciones nocturnas. Más incluso de lo que ella mismo creía.
-¿Cual es el motivo de que no te encuentre en tu taller? -preguntó Nariel.
-Esta noche no quería seguir con el nuevo proyecto. He pensado en algo mejor. Me preguntaba si... te gustaría acompañarme.
La gran sacerdotisa le miró extrañada. Tenía que ser algo muy poderoso lo que alejara a Thuryan de su trabajo. Con algo de curiosidad asintió.

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