domingo, 6 de junio de 2010

Capítulo 3: Aquello que queda atrás


-El manantial. Eso fue lo que dijeron, ¿no? -preguntó la ja joven de ojos azules.
-Sí... Espero que no sea demasiado tarde. -contestó otra de las humanas que la acompañaba.
Caía la noche bajo la gran ciudad de Ardân. Desde hacía ya horas, los sonidos del día a día se había extinguido cuando todos sus habitantes regresaron a sus hogares, en pos de recibir el descanso merecido tras la jornada de trabajo. Las calles habían quedado desiertas y era solo el rumor llegado de las voces de los centinelas que realizaban la guardia, los que alteraban este sagrado silencio. La espera se extendió durante horas hasta que los primeros rayos del sol se atisbaron en el horizonte:
-Me temo que no partiremos Hlenn... -dijo la joven Yannâ mientras le observaba con mirada entristecida. Pero su compañera permaneció en silencio mientras ondeaba en la distancia la silueta de un grupo de personas que se aproximaban hacia ellas:
-Espera. -dijo la joven, cuyo cabello era de color del oro.
El amanecer aún no dejaba ver con claridad al grupo que se les acercaba. Con intriga, las jóvenes sacerdotisas de Kur empezaron a divisar quienes eran.
Según les había explicado la gran sacerdotisa, eran tres los hombres que iban a aventurarse hacia las tierras rojas, en busca de la gran espada de Naresh. Pero eran más los que se aproximaban y no hombres, sino mujeres.


-¡¡¡Por todos los dioses Katne despierta de una vez!!! No he podido pegar ojo en toda la noche por tu culpa. -protestó Valten mientras agitaba al joven arquero que yacía en su cama.
Sobresaltado, salio del lecho buscando con la mirada el rostro del guerrero:
-Lo siento... ¿Tanto se me ha escuchado?
-¡Un ejército en marcha haría menos ruido que tú! -le replicó Valten mientras lo señalaba acusatoriamente con el dedo. Sayrz reía tras ellos mientras excusaba a su compañero:
-Los ronquidos deben de haberse incrementado por los nervios Valten, no lo tengas en cuenta.
-Bueno... Lo dejaremos correr por esta vez. ¡Pero yo no duermo a su lado cuando partamos a las tierras rojas!
La sensación de bienestar que había ocupado la habitación de la tienda de los tres comandantes durante la pequeña trifulca, desapareció con la frase de Valten. La idea de enfrentar la misión dejaba muy poco espacio para las bromas. Ignoraban por completo qué iban a encontrar más allá de los muros de Ardân. Ni siquiera si dispondrían del lujo de poder dormir despreocupadamente...

Aún no había amanecido. Vestidos con las armaduras y las armas al completo, Katne, Valten y Sayrz se dispusieron a salir de la tienda, siendo muy probablemente la última vez que lo harían. Ahora, debían de ir hacia el manantial, con el fin de citarse con alguien lo bastante osado como para acompañarlos en su viaje... Falsas esperanzas. Ninguno de ellos quería hacérselas y es por eso que no esperaban de las gentes de Ardân nada que no pudieran dar.
Mientras abandonaban la tienda, un soldado de la ciudad los llamó antes de que desaparecieran por el camino que llevaba al punto de encuentro:
-Comandantes... -dijo el hombre, que evitaba la mirada de sus dirigentes: -me envía el consejo para que me comuniquéis...
-Ha sido entregada la lista con las recomendaciones Anthus. Esta todo resuelto -dijo Katne anticipándose a las intenciones del soldado. Althus le miró brevemente y asintió con la cabeza. Tras unos segundos de silencio, el hombre se dirigió al que había sido su comandante y compañero en la batalla, Valten:
-Siento no poder acompañaros señor. Tengo familia y un hijo. No podrían mantenerse si yo...
El robusto comandante dejó caer el pesado martillo en el suelo para así aferrar con fuerza el hombro de uno de sus tenientes más valiosos. Sonriendo dijo:
-Es decisión nuestra Althus. Es grande en ti el sentido del deber teniente. Con el hecho de que os planteéis la posibilidad de partir, ya llenáis mi corazón de orgullo... Sigue pues con tu vida y mantén la ciudad a salvo cuando nosotros partamos, pues de vosotros depende ahora... Nos veremos pronto soldado, sea en esta vida, o en la otra.
El valeroso teniente de la compañía de alabarderos de Ardân estrechó con fuerza la mano de su comandante mientras alzaba de nuevo su rostro en una evidencia de que las palabras de Valten, habían reavivado el coraje del soldado. Tras despedirse también de Sayrz y Katne poniendo el brazo horizontalmente sobre la altura del pecho, como era costumbre entre la guardia de Ardân, retomó el camino que había hecho.
El robusto comandante lo observó mientras desaparecía entre las calles de la ciudad. Cuando ya desapareció de su vista, se dirigió hacia el camino que conducía al manantial siguiendo a sus compañeros:
-Maldita sea. He acabad por empatizar con mis soldados. Son hermanos ya de muchas batallas...


-Saludos sacerdotisas de Kur. Yo soy Nariel, y estas son mis compañeras. Es un gran honor presentarme ante vosotras. -dijo una de las mujeres que tenía la piel del color del cobre.
-Os conocemos Nariel, sois la gran sacerdotisa del templo de Kur. El honor es nuestro -dijo Hlenn mientras levantaba la mano derecha dejándola a la altura del pecho, saludo de respeto entre las elegidas de los dioses:
-¿También acudís a uniros con los tres comandantes? -preguntó la joven Yannâ con interés. Nariel se volvió hacía la sacerdotisa y con entristecidas palabras dijo:
-Lo hemos creído así conveniente entre nosotras... Pero no ha sido una decisión unánime, muchas no nos acompañarán en este viaje. Nunca antes las hijas de la madre Kor se habían separado. Son tiempos difíciles los que corren...
Las palabras de Nariel, crearon rápidamente sobre el resto un sentimiento de afinidad. El silencio se adueñó del manantial durante unos instantes después de las palabras de la gran sacerdotisa. Sin que hubiera más intención de hablar por ambas partes, un murmullo, que se escuchaba a espaldas de los dos grupos de sacerdotisas, rompió el silencio. Al descender el angosto camino de tierra que ascendía hasta el manantial, Katne, Valten y Sayrz callaron de golpe al contemplar incrédulos las sacerdotisas que los observaban. Sobrecogidos, los tres vacilaron antes de acercarse:
-Buenas vengan hijas de los dioses. Perdonad nuestra incursión, pero nos habíamos citado en este lugar con interesados para una misión, tal vez deberíamos de haber escogido otro lugar... -dijo Sayrz mientras alzaba el brazo derecho en la posición horizontal característica del saludo de la guardia de Ardân.
Fue Nariel quien, más cercana de su posición, le devolvió el saludo y con una amplia sonrisa contestó:
-Es un buen lugar comandante, no debe preocuparse por ello. Estamos al corriente de que se estableció el manantial como lugar de encuentro, pues ese es el motivo de que mis sacerdotisas y yo misma, Nariel, nos encontremos aquí.
Ante la respuesta de la sacerdotisa, los rostros de los tres guerreros se iluminaron. Algunas de las hechiceras presentes se contagiaron de la alegría de los comandantes riendo con timidez. La gran sacerdotisa Nariel extendió un brazo en dirección al segundo grupo que allí se encontraba:
- Más temo que las pupilas de la gran sacerdotisa de Kur, Mandish, tienen como objetivo también acompañarnos.
Katne, Valten y Sayrz postraron sus ojos sobre el segundo grupo de sacerdotisas que dedicaban también un saludo a los recién llegados. La euforia contenida entre los tres guerreros pasó a ser resumida por una exclamación de júbilo por parte de Katne, que después se adelantó para hablar:
- Bienvenidas seáis a nuestra causa. No esperábamos que nadie podría acompañarnos...
-No sólo serán sacerdotisas las que os acompañen Katne. ¡La guardia de Ardân no se perdería este viaje ni aunque se les obligará! -gritó un robusto soldado que atravesaba el manantial a paso ligero en dirección a los demás. Tras él, venían otros diez guerreros, todos ellos con distintas armas a sus espaldas. Cargándose un gran martillo al hombro, el incursor se dirigió a Katne, Valten y Sayrz:
-Hemos venido a acompañaros comandantes. Por nada íbamos a perdernos algo así. Somos todos aquellos que entre vuestros hombres hemos decidido unirnos a esta misión.
Tras la sorpresa, Valten rió sonoramente ante las palabras del guerrero de barba dorada:
-Teniente Vicktor... ¿Como no esperar esto por vuestra parte?
-Sabéis que estoy con vos señor, hasta el final, más aún cuando hay batalla que librar... ¡Contad conmigo!
Al grupo de soldados venidos con Viktor, eran tres más los que pertenecían a la compañía de alabarderos de Valten, cuatro los espadachines de Sayrz y tres más los arqueros venidos para apoyar a Katne. Todos y cada uno de ellos mostraron una gran determinación aceptando ser parte de ese viaje, arriesgando sus vidas en pos de una esperanza, una única posible salvación para la tierra que tanto amaban.
Sin embargo, era aún más conmovedora para todos aquellos guerreros la presencia de las once sacerdotisas que sin dudar, habían decidido unirse al destino de todos aquellos hombres. Una presencia que por otro lado, sería la que decantara la balanza a favor de la humanidad...

Se había iniciado una lluvia de pétalos blancos en la gran plaza del portón. Los soldados, fascinados, observaban como un grupo de jóvenes lanzaban desde las almenas las partes de estas flores, que caían desde la gran altura del muro para bajar mecidas por el viento hasta el suelo empedrado. Mientras tanto, eran muchos los habitantes de la ciudad que ocupaban las calles de Ardân con intención de despedir a los participantes de la misión. Las sacerdotisas y los guerreros permanecían immobiles en el centro de la plaza mientras el portavoz de los cien sabios, el anciano de barba gris Thandu se dirigía a los viajeros, creando el silencio entre los presentes:
- Os deseo en nombre de Ardân la mayor de las suertes y la mejor bonanza en vuestra misión, ¡Oh! Hijos e hijas de la gran ciudad sagrada. Partid hacía el paso de Ostrang por la espada de Naresh, Sindey. En su poder reside que Ardân pueda perdurar en este mundo... -el elevado tono de voz que empleó el anciano hizo mella en su cansado cuerpo y tuvo que detener su discurso unos segundos para coger aire. Dispuesto de nuevo, continuó:
- El compromiso de la ciudad con sus salvadores no puede ser mayor del que nuestras leyes nos permiten y no está en nuestra mano mandar a quien no lo deseé a embarcarse en este peligroso viaje. -Thandu levantó su cabeza para poder mirar a los viajeros que permanecían ante él. Tras dar un rápido vistazo confesó:
-Pero bien es cierto que la respuesta de todos a superado con creces las expectativas de este consejo... Ardân por su parte, contribuirá a esta misión con un equipo digno de la hazaña que se va a acontecer. Veamos... -dijo el anciano mientras removía el interior de un pequeño zurrón en busca de algo. Una vez dio con él, lo extrajo con sumo cuidado.
Thandu extendió su mano mostrándoles el objeto a los aventureros que lo examinaron con intriga. Ante la incertidumbre de los soldados, fueron las sacerdotisas quienes tomaron la palabra:
- ¡Eso es...! -dijo una de las sacerdotisas de Kor.
- ¡¡¡El colgante de Asïr!!! - exclamó Yannâ acercándose con rapidez al objeto. El anciano asintió lentamente. Se dibujó una sonrisa amable en su rostro, que lcerró sus párpados:
- Es una ofrenda de Tyanä, la gran sacerdotisa de Kor. Debido a que no le es posible acompañaros, os entrega el colgante para que proteja a sus hermanas y las traiga de nuevo a su santuario.
Las cinco sacerdotisas observaron con melancolía el colgante, sabedoras de la sacralidad del objeto y que este no había salido jamás de la casa de Kor. Hlenn dando un paso hacia el sabio, cogió el objeto de su mano con cuidado:
-Volveremos mi señora. Traeremos la luz de la tierra a Ardân.

Los complejos mecanismos que cerraban la puerta de la gran ciudad empezaron a moverse tras el toque de una trompeta. El portón era de un tamaño desmesurable. Con una altura de unos casi treinta metros, las puertas de Ardân adoptaban la apariencia de ser las puertas que separasen la misma tierra del infierno. Una significación que se distanciaba poco de la realidad.
Los minutos que transcurrieron mientras el camino se abría ante los ojos de los aventureros pasaron como horas. En sus mentes sólo había espacio para recordar todo aquello que quedaba atrás. El hogar. La familia. Las amistades, el gran mar, sus gentes...
No. Era el momento de enfrentarse a lo que ocurriera. De armar de valor sus corazones en pos de lograr su objetivo. Recordar todas aquellas cosas no con tristeza, sino que se convirtiesen en el motivo por el cual luchar hasta el final de las fuerzas, para traerles a todos aquellos esa esperanza. Sindey...
Oyendo tras ellos los gritos de ánimo y las despedidas de los habitantes de la ciudad, los mujeres y hombres que componían la compañía atravesaron el gran portón de Ardân.

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