lunes, 19 de julio de 2010

Capítulo 8: Vida


El viaje había terminado. El objetivo de Deimos, el compañero de los Isïr que junto con ellos, había formado parte en la busca de la espada de Naresh, estaba cumplido. Diezmados y sin fuerzas, los aventureros descansaban bajo unos árboles en total silencio. A unos metros del grupo reunido, un cuerpo yacía sobre el césped envuelto en una blanca sábana. Mientras los supervivientes de la lucha del paso de Ostrang contemplaban el ocaso sin voluntad para mirarse entre ellos, Valten decidió romper aquella aura de oscuridad:
-Incineremos el cuerpo.
-El humo podría delatar nuestra posición... -respondió Shannah. Sopesando su comentario siguió- pero es lo mínimo que podemos hacer por el comandante.
-Esto no debería de haber sido así…-dijo para si Katne, que se había estirado sobre la hierba alta.
-¡Guardando luto no conseguiremos que vuelvan! –gritó Valten al resto.
La respuesta ante sus palabras no se hizo esperar y todos los que se encontraban allí lanzaron sobre el comandante de los alabarderos una mirada de rabia. Pero sabían que el guerrero tenía razón. No conseguirían nada estando allí en silencio, sin siquiera alzar la vista. El mal ya estaba hecho para Sayrz y el resto de los caídos:
-Tienes razón...-confesó al rato el arquero Katne-talemos dos árboles y hagamos una pila.
Valten y Víktor hicieron uso de sus martillos para partir por la mitad dos árboles jóvenes. Cortaron las ramas con una pequeña hacha que llevaban encima y dispusieron los troncos formando un cuadrado. Mientras tanto, las sacerdotisas apilaron piedras en diversas partes, un montón en honor a cada uno de los guerreros que habían muerto. Antes de que se iniciara la ceremonia, Nariel, la gran sacerdotisa de Kôr, se acercó al comandante Katne, que se despedía de uno de sus hombres a los pies de su tumba:
-Lamento la pérdida de vuestros hombres comandante. En la lluvia de proyectiles, sólo pude ocuparme de mis sacerdotisas y…
El arquero siguió murmurando las palabras dirigidas al alma de su compañero sin prestar atención a la voz de la sacerdotisa. Tras unos segundos, se volvió hacia la hechicera con una leve sonrisa en sus labios:
-Debemos alegrarnos de qué no hayamos sido todos los que estemos de camino al Orín. Hicisteis todo lo que estuvo en vuestras manos.

Cuando las últimas luces del día se habían extinguido sobre la capa de nubes que cubrían las tierras rojas, incendiaron las ramas y hierbas secas que habían colocado bajo la pila de madera. El fuego, pronto empezó a extenderse con gran velocidad y prendió toda la estructura. Como era costumbre entre los soldados de Ardân, se pronunciaron dos veces al viento los nombres de los caídos. Llegados al nombre del comandante, vitorearon su nombre un total de cinco veces, honor que sólo se reservaba a los héroes de la ciudad. Cuando hubieron terminado, las sacerdotisas iniciaron un cántico en reclamo de los dioses para que acogerían las almas de los guerreros. Las voces de las hechiceras eran de una belleza infinita, incluso pese al dolor que sentían en ese momento, los soldados supervivientes de los Isïr quedaron fascinados por el coro formado por las hechiceras que bien sería más propio de las mismísimas diosas. Terminados los ritos, Nariel se aproximó a las lápidas y la pira, de la cual sólo quedaban las cenizas:
-Marchad con nuestra tristeza hijos de Ardân-dijo la sacerdotisa mientras hacía elevar las cenizas del comandante con una suave ráfaga de viento- seguid el camino que os llevará hasta el Orín, vuestro nuevo hogar. Marchad como guerreros, como padres, amigos, hermanos, compañeros, aquellos que os aman os dan su bendición. Volveremos a vernos, tarde o temprano...
Los restos de Sayrz se elevaron en la noche bañados por la luz del fuegos que iluminaban la escena. De entre la ceniza, surgió una figura incorpórea de distintos colores que brillaba con gran intensidad. Siguiendo los movimientos del viento, se encontró con otros entes que nacían de las tumbas del resto de soldados y seguían su misma dirección. Juntos, partieron mecidos por la brisa hasta alejarse lentamente hacia el horizonte, hasta al fin, desaparecer.

El amanecer pronto alcanzó a los Isïr, que habían alargado la noche en pos de celebrar los ritos de sus compañeros caídos. Tras un breve desayuno, el grupo se reunió con intención de plantear cual sería el camino que deberían tomar a partir de ahora:
-En unos días, el paso quedará despejado. Deimos se cansará de esperarnos y vendrá en nuestra busca. –dijo Katne seguro de sus palabras.
-Apoyo la idea del arquero. Abandonará ese lugar, no esperará que volvamos. –añadió Valten mientras se colocaba al lado de Katne..
Eran los guerreros los que debatían entre ellos, aplicando su lógica militar, las posibles opciones. Las sacerdotisas por otro lado, se mantenían al margen escuchando la conversación con gran atención pero guardando silencio. Sólo una de las sacerdotisas, Nariel, que los observaba en silencio, esperó unos minutos y entró en la conversación. Escogió con sumo cuidado sus palabras y dijo:
-Es obvio que debemos encontrar la espada de Naresh –comenzó la hechicera-pero volver a Ostrang, es un suicidio. Es imposible vencer a ese ejército con…
La gran sacerdotisa tuvo que interrumpir su planteamiento cuando Katne, levantándose furioso se dirigió hacia ella. A escasos metros de la hechicera, gritó:
-¿¡No propondrás que nos rindamos verdad!?
-¡Tenemos que regresar con la espada! –añadió Víktor empatizado con el arquero.
Nariel los observaba con el semblante triste. Comprendía en gran medida lo que los guerreros sentían. Las muertes de sus compañeros no debían de haber estado en vano. Si ahora no luchaban por conseguir su objetivo, sentirían como si les estuvieran traicionando. Ese era el ideal de un guerrero:
-Conseguiremos la espada –continuó Nariel apaciguando los nervios del resto de compañeros- pero necesitamos ayuda.
-¿Ayuda? ¿Y de donde la íbamos a conseguir en este lugar? –preguntó Valten.
-En las tierras rojas, no hay nada que hacer. Tenemos que volver a Ardân. –la propuesta de Nariel desató un abanico de preguntas entre los presentes:
-¡Ardân! ¿Qué conseguiríamos con ello? –preguntó Katne
-¿Y como íbamos a volver entre las montañas? –añadió Valten recordando la intensa lucha que él y sus hombres vivieron en la cordillera de Kalim.
Nariel volvió a guardar silencio hasta que las repetidas preguntas se extinguieron al no encontrar respuesta. Cuando lo creyó oportuno, reanudó la conversación:
-El consejo creerá nuestras palabras. Les explicaremos todo lo que nos ha ocurrido, lo que hemos visto y a lo que nos hemos enfrentado. En este mundo, la verdad es el mejor argumento que jamás se puede tener. La sinceridad nos hará libres.
>>Junto con un gran ejército, volveremos a atravesar las tierras áridas para llegar hasta aquí y recuperar la luz de la tierra.
Las palabras de la sacerdotisa Nariel, como en tantas ocasiones, volvían a traer la esperanza a los corazones de quienes la escuchaban. Su sabiduría y su mirada transmitían la fuerza necesaria para afrontar cualquier reto. Era por este motivo por el cual se podía entender la devocional fidelidad que sus sacerdotisas tenían para Nariel, a la cual seguían siempre, fuera cual fuera el camino.
Sin quedar convencido, Katne volvió a cuestionar la idea de Nariel:
-Probablemente los ancianos desestimen nuestra idea, si volviéramos a Ardân y rechan nuestra propuesta, sería del todo imposible llegar hasta aquí de nuevo…
La sacerdotisa, sin poder encontrar las palabras exactas para convencer al comandante calló. El comandante aún permanecía expectante a un buen motivo que justificara el abandonar el objetivo directo de los Isïr. Tras un largo silencio, la gran sacerdotisa se aproximó al arquero y le dijo:
-Lo pondremos todo en manos del destino comandante. Que sean los dioses quien decanten la balanza: vida o muerte.
De nos ser por la tenue luz que la esperanza en volver Ostrang les daba, los Isïr habrían partido derrotados hacia Ardân. La nueva decisión suponía más que un fracaso, una toma de fuerzas para la campaña. Las esperanzas de los hombres que aún no se habían extinguido.
El itinerario de vuelta hasta Ardân iba a variar en cuanto al seguido en la ida. Principalmente sólo se pugnaba por evitar el paso de las cordilleras de Kalim, en el cual se habían encontrado con los takhä que dificultaron la travesía enormemente. Aunque más que los demonios, los Isïr no querían enfrentarse de nuevo al dragón, que aún seguía custodiando las escarpadas cumbres. Según los mapas, la cordillera de Kalim dibujaba un muro vertical desde el centro de Rüen hasta el lado meridional del antiguo reino. Estando los Isïr en su parte más septentrional, decidieron llegar hasta la costa par así evitar el macizo montañoso.
El viaje de vuelta hasta el mar se extendió por espacio de una semana. Conociendo ya el terreno, la compañía no tuvo más que recomponer sus pasos y dirigirlos hacia el norte, donde encontrarían un espacio libre de accidentes geográficos. En los largos días de travesía, Katne sopesaba continuamente la decisión de volver hacia Ardân. En un primer momento recordaba la muerte de su más estimado amigo y consideraba la vuelta a casa como una traición. Con frecuencia se distanciaba del grupo y recitaba para el mismo un monólogo interminable:
“Deberíamos de haber continuado en Ostrang. ¡Estábamos tan cerca! Ya podía oler la espada de Naresh, sólo nos hubiera hecho falta llegar hasta ella, empuñarla por el mango y todo sufrimiento habría acabado…”
“Por otro lado, la gran sacerdotisa tiene razón. Sería imposible abrirse paso hasta la espada. Ni si quiera la vimos, y gracias a las sacerdotisas que pudimos salir con vida de aquel lugar. Sin ellas…”

Una tarde, al observar las cavilaciones del arquero, su compañera de armas Hlenn, se acercó intrigada hasta Katne. La sacerdotisa se rezagó de sus compañeras disminuyendo su marcha hasta quedar al lado del soldado. Al darse cuenta de su presencia, alzó la cabeza con resignación hasta que se topó con la perfecta sonrisa de la hechicera. Incapaz de sancionar la interrupción, el arquero le devolvió el saludo:
-¿Qué preguntas merecen tal tormento, comandante Katne?
El soldado permaneció unos segundos en silencio pensativo, hasta que finalmente dirigió su vista al suelo y contestó:
-Me preguntaba si realmente, volver a Ardân es una buena idea.
La hechicera dejo escapar un cansado suspiro:
-Sois demasiado cerrados. Tal vez ves aquí el final, pero no ha hecho más que empezar. El hecho de que volvamos a Ardân sólo significa que nuestro cometido como los Isïr tal vez ha terminado, pero no el final de nuestro objetivo... Volveremos de nuevo, ¡Bajo el nombre de Ardân!
Las ideas de la sacerdotisa empezaban a tomar forma en la mente de Katne. Tenía razón. No iba a abandonar sus objetivos ni su palabra. Continuaría con lo que los Isïr iniciaron cuando partieron de Ardân. No era el fin:
-Volveremos a…
Las palabras de Katne quedaron ahogadas por una exclamación que se sobrepuso a las palabras del arquero. Hlenn, que lo observaba, siguió su mirada hasta encontrar el causante de semejante reacción. Sus ojos no podían dar crédito a lo que veían.

domingo, 18 de julio de 2010

Capítulo 7: Isïr (7.2.)


Los Isïr, tal y como había propuesto la sacerdotisa Yannâ. Por ese nombre decidieron ser llamados los aventureros que tan lejos del hogar, habían desafiado a la nada y al peligro adentrándose en las tierras rojas. Ahora, Caminaban durante toda la mañana para llegar a mediodía hasta el paso de Ostrang. Entre dos cordilleras dispuestas a oriente y occidente, las montañas se revestían con una descomunal muralla. Pese a que el color de la piedra de la región era de un rojo apagado, los muros de Ostrang eran negros, de una piedra pulida que al contacto con la mano la hacia resbalar, sin ningún tipo de adherencia. Sobre la muralla, un sistema de espacios transitables permitían colocar un amplio número de individuos sobre los muros, haciendo del kilométrico paso una trampa mortal ya que el ejército que lo atravesara debería enfrentarse a una lluvia de proyectiles por doquier:
-El paso de Ostrang fue en realidad la puerta que separaba las tierras de los demonios con las humanas -empezó Nariel cuando llegaron al inicio del valle- construidas por los hechiceros negros, supusieron el límite de la reconquista de los nueve reyes.
>>En los años de mayor actividad de la gran guerra, el surgimiento de los nueve reyes supuso una esperanza para todos los humanos de Rüen, que reducidos a la mitad del reino, aguantaban las embestidas de los ejércitos de los demonios. Cuando estos nacieron como los protectores, el constante ritmo de victorias de los enemigos se redujo hasta quedar interrumpido. De hecho, fueron los nueve reyes quienes comenzaron a recuperar parte del mundo perdido. Para preservar su conquista, el demonio más poderoso, Ukghar, decidió construir las puertas de Ostrang, defendiéndolas con el paso.
La basta extensión dibujaba un espacio en total linea recta hacia el norte. El lugar, pese a estar ahora desierto, aún poseía el recuerdo de las miles de vidas que se habían sacrificado por Rüen. El mero hecho de caminar, alertaba todos los sentidos y transmitía un enorme sentimiento de incomodidad. Armados, en guardia y sin hacer el menor ruido, los Isïr iniciaron su camino a través del paso de Ostrang.
El viento silbaba amenazante entre los muros y las propias montañas. De vez en cuando, una piedra caía rodando por la ladera llamando así la atención de los viajeros. Al comprobar que todo seguía en orden, seguían avanzando con cautela:
-Este lugar no me gusta nada -susurró uno de los alabarderos- las almas de muchos deambulan entre nosotros. Tengo los pelos de punta.
-Ya hemos atravesado la mitad, ya casi estamos... -contestó el comandante Valten para tranquilizar a sus hombres.
Cuando el guerrero del dorado martillo dirigió de nuevo su vista hacia el frente, vio como al final del camino, algo se movía. En ese mismo instante, Deimos espoleó a su caballo e inició un poderoso galope hacia el final del paso:
-¡Deimos! -gritó uno de los soldados.
-¡Deimos vuelve! Puede ser peligroso -añadió Sayrz.
Pero el interpelado hizo caso omiso a los gritos de sus compañeros. Sin siquiera volver su cabeza para prestar atención a lo que le decían, el guerrero se distanciaba cada vez más. Maldiciendo la situación, los Isïr corrieron hacia su compañero en un intento de que se detuviera. Si aparecía algún enemigo, el soldado estaría perdido...
La carrera entre las murallas de Ostrang estaba siendo inútil. El caballo de Deimos era ya solo una silueta en el horizonte y les era imposible seguir su ritmo. En ese mismo instante, Katne alzó su arco y lanzo una flecha hacia las murallas. De entre sus muros, el cuerpo inerte de un darna cayó estrellándose contra el suelo:
-Así que era eso -dijo el arquero ante el asombro de sus compañeros- llevaba largo rato siguiéndonos.
-Creo que hay más entre las montañas, se ve movimiento entre las cumbres -añadió Sayrz- De todos modos vamos, hemos de alcanzar a Deimos.
La carrera se había convertido en el ritmo de avance. Era una acción peligrosa puesto que si aparecían más diablillos entre sus muros no los detectarían por el ruido de sus propios pies a la carrera pero por otro lado, el avance rápido apaciguaba la incomodidad que les provocaba el atravesar el valle. El recorrido, en una linea recta perfecta, engañaba a los sentidos. Cuando los viajeros se inmersaron entre las dos cordilleras, el trecho que les separaba del final del camino parecía ser de pocos kilómetros, un espacio de tiempo que caminando supondría aproximadamente no más de una hora. Pero una vez dentro y pese a haber estado corriendo constantemente, llevaban dos horas en el paso y aún no habían alcanzado el final. Hasta que, estando a una centena de metros del final, vieron dos gigantescas puertas que se alzaban ante ellos. Construidas con el mismo material que las murallas, los colosales portones representaban el enemigo común de los hombres, del cual hoy, estando las puertas destruidas, eran los vestigios de una lucha olvidada en el tiempo. De entre los pedazos del pórtico esparcidos por el suelo, la figura del jinete de Ardân Deimos, les esperaba:
-¿Que ha motivado ese comportamiento soldado? -preguntó el comandante Valten alzando la voz para que lo escuchara.
-¿Has ido a comprobar si el paso era seguro? -se interesó el comandante Sayrz que era conocedor de las extrañas decisiones que en ocasiones podía tomar el guerrero.
El jinete los observó desde la distancia sin decir palabra. Tras desaparecer el eco de la pregunta del comandante espadachín, sólo el rugir del viento entre las escarpadas laderas de las montañas violaban el silencio reinante. Los viajeros, cada vez más preocupados por el comportamiento de Deimos, insistieron:
-¿¡Que es lo que ocurre, cuéntanos!?
-Ha terminado el viaje -dijo al fin el soldado.
Ninguno de los presentes supo como interpretar sus palabras. Sayrz por el contrario, entendió a que se refería su antiguo amigo:
-¡¡¡Has encontrado la espada de Naresh!!!
-No -contestó tajante el jinete, acabando con el espontaneo entusiasmo que había inundado a los Isïr- de hecho, es más cierto decir que la espada de Naresh... No existe.
-¿¡De que diablos estas hablando Deimos!? -gritó Katne incredulo.
-Digo pues que este viaje no tiene ningún sentido. Al menos, no para vosotros... ¿De verdad creíais que hemos sido los primeros en llegar hasta aquí? ¡Necios! Yo mismo he viajado hasta las tierras rojas en incontables ocasiones.
Deimos desenfundó su espada apuntando con ella hacia el resto de viajeros que lo observaban sin dar crédito a sus palabras. De su boca surgieron unas palabras que no pudieron comprender, pero que sin duda habían escuchado. Era la lengua de los takhä, la voz de los demonios antiguos. Entre los recovecos de las murallas, se dejaron entrever las cabezas de cientos de takhä. En pocos segundos, las dos pasarelas que franqueaban el paso de Ostrang se tiñeron con el color de la piel de esas criaturas. Cuando dirigieron la mirada hacia al guerrero, que les observaba con rostro sombrío, vieron que a sus espaldas un ejército armado y en formación se aproximaba hasta detenerse a su altura. Deimos hizo una seña al demonio que lideraba el ejército para después volverse a los que hasta hacía escasos minutos, habían sido sus compañeros:
-¿Entendéis ahora por que esto acaba aquí?
-¿¡Que estas haciendo imbécil!? -gritó uno de los soldados invadido por la ira.
-¿¡Nos has vendido!? -ladró otro mientras el jinete los observaba serio.
Dejando que la primera descarga de acusaciones le llegaran con fuerza, permaneció en silencio hasta que los viajeros dejaron de hablar a espera de una respuesta:
-La humanidad está perdida... No hay nada que nosotros podamos hacer. Los fuegos de oriente han empezado a arder y el final está cerca. No pienso elegir el bando perdedor.
-¿El bando perdedor? Tu también eres un hombre¡Acabarán contigo también! -contestó Sayrz señalándolo acusatoriamente.
-En eso te equivocas querido amigo... Junto con los señores del mundo, los cuatro demonios, dominaremos Ardân y el resto de Rüen. Me convertirán en su comandante y obtendré un poder de tal magnitud con el cual ninguno de vosotros jamás hubiera podido ni siquiera soñar. -tras declarar sus planes, el soldado Deimos no pudo contener una carcajada que se extendió por el valle. Cuando pudo retomar su discurso continuó, aún riendo:
-¡Soy yo el causante de esta emboscada! Intenté acabar con vosotros llevándoos ante el dragón, pero me sorprendisteis evitándolo. Pensé que si os separaba sería suficiente. Así que no tuve más remedio que acordar con los takhä un golpe que me asegurara que jamás volvierais hasta Ardân.
A cada palabra que Deimos, antiguo compañero de batalla de los Isïr decía, el desconsuelo atacaba el corazón de los viajeros que con rabia, deseaban para el jinete la peor de las muertes. El guerrero a lomos de su caballo, no podía evitar reír al contemplar los rostros de incredulidad de sus compañeros. Habían caído en su trampa sin siquiera sospechar en ningún momento. Deimos observó algo por encima de los viajeros y con el rostro iluminado por nuevas maquinaciones añadió:
-Parece que al fin estamos todos...
Los Isïr, que habían partido desde el reducto de los humanos en Ardân, contemplaron con horror, como la muerte se aproximaba desde sus espaldas. Pero no era una mitológica figura con una guadaña entre sus manos esqueléticas, sino que en esta ocasión había adoptado la forma de otro ejército takhä, que junto con el que les impedía el paso por el frente, los acorralaba desde atrás, negándoles la escapatoria. Totalmente rodeados, Deimos dirigió las últimas palabras hacia los viajeros, que junto a él, habían vivido las últimas semanas de sus vidas:
-Morirán con vosotros las esperanzas de la humanidad ¡Esta es la edad de los demonios!
En cuanto las palabras del soldado volaron sobre el paso de Ostrang, una lluvia de piedras, procedentes de las hondas de los takhä que ocupaban las murallas, se precipitaron sobre lo viajeros, impactando algunas con gran fuerza en los viajeros. En una fracción de segundo, Sayrz alzó su escudo encarándose a uno de los muros:
-¡Rápido poneos detrás! ¡Nôr, Dendran proteged el otro flanco!
-¡Sí, señor! -respondieron los dos espadachines al unísono.
Los Isïr, con increíble velocidad consiguieron colocarse tras los escudos de los tres espadachines. Pero era una defensa prácticamente inútil. Las piedras volaban en todas direcciones hiriendo a los viajeros en brazos y piernas. Algunas de los proyectiles habían impactado dejándoles en el mejor de los casos, contusiones importantes. La situación era desesperada. A los pocos segundos de iniciarse el ataque, uno de los proyectiles impactó contra el cráneo de uno de los alabarderos, quitandolé así la vida.
Hlenn y Katne disparaban a duras penas a los honderos, que dándose cuenta de su presencia, les impedían asomarse fuera de los escudos. A cada segundo, la muerte encontraba más victimas entre los viajeros que habían perdido en cuestión de un minuto a todos los alabarderos y uno de los arqueros de Katne. En el centro de la escena, entre los dos frentes que habían estableció con los escudos, la gran sacerdotisa Nariel abrió sus brazos y lanzó al cielo un grito. En respuesta a las suplicas de la benefactora de la diosa Kôr, a su alrededor se formó un poderoso remolino de aire que impedía a los proyectiles impactarles. Al cabo de unos segundos, la lluvia de piedras se detuvo. Pudiendo alzar la cabeza fuera de los escudos al fin, un hachazo impacto contra el último de los arqueros de Katne:
-¡Isti! -gritó el comandante.
El cerco de los dos ejércitos se había estrechado. Los tenían encima y en cuanto cargaran sus filas al completo, morirían. En ese instante, Sayrz pensó a tiempo algo que podría darles una mínima oportunidad:
-¡¡¡Deimos!!! -gritó el comandante hacia el soldado que le miró desde su caballo- resolvamos esto entre tu y yo. Soy yo quien propuso este viaje.
El jinete permaneció unos segundos en silencio haciendo caso omiso a las palabras de Sayrz hasta que, sopesando la opción, gritó al viento de nuevo unas palabras en lengua de los takhä. La orden de Deimos provocó que los dos grupos de enemigos, pudiendo ya saborear la sangre de sus inminentes victimas, tuvieran que detenerse. El guerrero desmontó de su caballo y se abrió paso hasta los viajeros:
-No los dejaré marchar pase lo que pase. Como ya he dicho, esto termina aquí para vosotros. No obstante, será una buena oportunidad para probar mi nueva condición. ¡Mi condición como comandante del gran señor Nurm!
Un aura de un fuego negro rodeó al soldado. La oscura llama empezó a prender todo su cuerpo, provocando que lanzase gritos de dolor. Pero los gritos propios de la voz de un hombre fueron substituidos por otros que, como venidos de una profundidad abismal, resonaban como un rugido infernal haciendo temblar el mismo suelo. Mientras Deimos se retorcía, de su cabeza empezaron a surgir unos poderosos cuernos. Su figura estaba aumentando y también su espada. Desvanecido y entre sudores, cayó de rodillas mientras se apoyaba con su espada. Ayudándose de esta, se puso en pie. Ahora, media la altura de dos hombres y su piel se había tornado de un color rojizo, propio de los takhä. Sus dientes habían dejado paso a unos afilados colmillos visibles cuando reía:
-¡Comandante, este es tu fin! -gritó la bestia mientras cargaba con su enorme espadón hacía el guerrero.
Sayrz, aún perplejo ante lo que acababa de acontecer, alzó su escudo instintivamente. La enorme hoja del comandante de Nurm se estrelló contra el escudo partiéndolo como si se tratase de una rama seca e hirió su brazo izquierdo:
-¡Acabará con él! -gritó una de las sacerdotisas de Kôr.
-Debemos hacer algo -añadió otra.
Katne reaccionó rápidamente y lanzó una flecha que impactó contra el rostro del gigantesco enemigo. Como si hubiera sido el choque contra una piedra, la sagita salió disparada en otra dirección sin que el demonio se percatara del ataque. En ese momento, sólo una cosa ocupaba sus pensamientos...
Deimos se acercó hacia Sayrz mientras sus pies empezaban a moldearse en un estallido de fuego negro que tuvieron como final la conversión en dos enormes garras. Levantó su espada por encima de la cabeza para asestar el golpe final, aquel que segaría la vida del comandante.



Con el corazón encogido, las sacerdotisas observaban la lucha. La muerte del guerrero era inevitable. Una de ellas, derramó una lágrima que cayó sobre su coraza. De su interior, una luz de un azul intenso comenzó a emanar hacia el exterior. Del foco luminoso, colgaba una fina y preciosa cadena. La sacerdotisa Hlenn, extendió su mano hacia el colgante de Asïr, que descansó en su mano. Recordó en ese instante las palabras de su maestra sacerdotisa Tyanä y sin vacilar, la aferró con fuerza.



Mientras miraba los ojos cargados de odio de Deimos, un extraño frío ivadió el cuerpo de Sayrz. Mirando hacia abajo, vio como una gran cantidad de sangre brotaba de su interior mientras lo comenzaba acosar un placentero sueño. Sabía lo que era. No iba a rendirse a la muerte con tanta facilidad. Luchando contra su propia naturaleza, el comandante sentía como ese frío se extendía por todo su cuerpo. Intentó abrir los ojos, pero se vio envuelto en agua.


La sacerdotisa Hlenn observó como del colgante emergía un basto torrente de agua. Surgida de la diminuta superficie de la joya, envolvió a los Isïr y los atrapó en una fuerte corriente. Lo último que la sacerdotisa pudo ver, fue como sus pies se alejaban con suavidad de la tierra.
Se encontraban en algún lugar en medio de la llanura de las tierras rojas. Miró a su alrededor y Hlenn vio al resto de sus compañeros que como ella, se levantaban confusos del suelo. Pero, uno de ellos permanecía arrodillado, Katne:
-¡Sayrz! ¡Escuchame amigo!
El comandante espadachín permanecía tumbado sin moverse. Ante los constantes gritos y zarandeos del arquero, el joven consiguió al fin abrir los ojos:
-Si estas aquí amigo... -las palabras del comandante tranquilizaron a Katne, que lo abrazó:
-Les he fallado -continuó el guerrero con un hilo de voz- la espada de Naresh... ya no hay esperanzas para Ardân. He caído frente el primer...
El guerrero empezó a toser sin poder terminar su frase. De su boca salió sangre que fluyó por su barbilla hasta llegar al pecho. Al percatarse, se dirigió a Katne mientras alzaba con enorme dificultad la mano con la que sostenía la espada:
-Quedatela. Que la estela de mi alma proteja al menos aquello que en vida no pude salvar. Lucha con fuerza amigo, siempre has sido el mejor. Confió en ti.
Sayrz consiguió levantar el mango de su fiel arma hasta el pecho de Katne que ignorando su gesto le gritó:
-No vas a morir ¿me oyes? ¡Vivirás! -ante las palabras del arquero, Sayrz sonrió empalidecido mientras le temblaba la comisura de sus labios:
-Katne viejo amigo, siempre has sido tan inocente... -dijo el guerrero mientras el viento se llevaba su último aliento.

martes, 13 de julio de 2010

Capítulo 7: Isïr


-¡Empenzaba a pensar que el dragón había acabado con vosotros! –Gritó el soldado de voz grave mientras estrechaba a Sayrz entre sus brazos-es un a suerte encontrarnos todos de nuevo.
El comandante de la compañía de alabarderos de Ardân había soltado al espadachín para agitar sus hombros una y otra vez mientras reía. Tras él, el resto de soldados que se habían encontrado con Valten tras dividirse la compañía, observaban el reencuentro entusiasmados. Realizado el primer saludo por los dos comandantes, el cual captó toda la atención de los presentes, soldados y sacerdotisas intercambiaron sus vivencias durante los días que habían estado perdidos en las montañas:
-Durante dos días, nos desorientamos completamente-exponía el comandante del dorado martillo-no obstante, los rodeos que dimos en las montañas nos sirvieron para encontrar a todos los hombres.
-Ren… –interrumpió Katne- uno de mis arqueros y otros soldados no están aquí.
-Han caído en combate –respondió Víctor con sequedad. Valten, adoptando n tono sombrío añadió:
-Hemos sufrido ataques constantes desde que superamos la primera cumbre. Nuestras bajas han sido mínimas gracias a los esfuerzos de nuestros hombres, que han luchado con gran coraje.
-¿Eran también takhä los que os atacaron? –preguntó Sayrz al corpulento comandante:
-Sí. Estaban en todas partes. El paso de Kalim se ha convertido en un sin fin de combates. Era demasiado extraño…
-¿Cómo? –interrumpió Katne mientras cogía un brazo de Valten, reclamando su atención:
-Digo pues que los takhä, incapaces de caminar y gritar al mismo tiempo, nos lanzaban ataques por sorpresa organizados con un ápice de coherencia. Es un comportamiento que en los muchos años de defensa en Ardân, jamás habíamos visto.
Las palabras del comandante abrieron en las mentes de sus oyentes un abanico de hipótesis y posibilidades. Movido por estos pensamientos, Sayrz dijo:
-Las montañas estaban pobladas por esos demonios y en lo que llevamos de viaje sólo nos hemos topado con pequeños grupos. Al parecer, es su modo de vida…
Como llevadas por el viento, las palabras del espadachín desaparecieron en el aire, creando un silencio que se convertiría en la única voz reinante entre los tres comandantes durante el resto de la mañana.

El avance por el nuevo paisaje supuso una tarea casi agradable en contraste con el sendero montañoso que compuso el itinerario de la compañía durante los días anteriores. Las tierras se extendían bañadas en los colores ocres y amarillos característicos de la vegetación. El viaje había vuelto a adoptar el ritmo que hasta la llegada a la meseta montañosa había tenido.
Aún separaban dos semanas hasta llegar al paso de Ostrang. Los días estaban acompañados por el buen tiempo y la relativa tranquilidad. Durante los últimas jornadas de travesía, sólo algunos grupos aislados de takhä se habían interpuesto en el camino de los aventureros. Al verlos, siendo los demonios inferiores a la docena, huían antes de dar a los hijos de Ardän la oportunidad de acabar con ellos.
Cuando la noche extendía su oscuro velo sobre las tierras rojas, la compañía solía reunirse en conjunto alrededor de un fuego. Una de esas noches, Nariel, como ya comenzaba a ser costumbre, hacía alarde de sus conocimientos compartiéndolos con sus compañeros:
-Los dioses creadores de Rüen, cuando esta aún no era más que la tierra que ocuparía, tuvieron seis hijos. De estos seis, cuatro decidieron seguir el cometido de sus padres y reinar en Arnasil, la tierra de los dioses. Pero Nûr, uno de los hermanos, posó su vista en una antigua creación de su padre: los hombres. Cautivado por la manera de contemplar la vida de esos seres, decidió protegerlos y ayudarlos para que la semilla de su civilización germinara.
>>El padre de Nûr, dios protector de los hombres, intentó por todos los medios convencer a su hijo para que reinara en Arnasil junto a él, ya que era el vástago más poderoso de los seis hermanos y por lo tanto, su padre contaba con su fuerza para la gloria del reino. Sin intención de defraudarle, Nûr se negó a realizar el cometido, ayudando así con los hombres.
El relato de Nariel, la gran sacerdotisa de Kor, había conseguido, como solía hacer siempre, cautivar las mentes de sus oyentes, los cuales perfilaban en su mente las formas y los rostros de los protagonistas de la historia. Dándose cuenta de ello, la sacerdotisa sonreía con frecuencia al observar la desmesurada expresión de atención que los soldados ponían al seguir sus narraciones:
-Pero había entre los seis hermanos uno de ellos que desde su nacimiento cayó en desgracia. Incapaz de convertirse en un gran dios guerrero como lo eran sus semejantes, invadido por la envidia de esa falta de poder y el rechazo de su padre por su debilidad, decidió vengarse de sus hermanos y de su progenitor. Para ello, el dios hechicero Nûm empezó desafiando al preferido entre todos los hermanos, Nûr. Tras una larga lucha, el dios guerrero salió victorioso. Habiendo librado a los humanos del mayor de los peligros, Nûr decidió regresar a Arnasil, no sin antes otorgar la mayor de sus virtudes a la raza, la arma más poderosa que un dios podría entregar…
-¡¿La espada de Naresh!? –interrumpió uno de los espadachines de espesa barba.
-No guerrero –contestó la sacerdotisa- fue la capacidad de amar. Aquello que consigue de un hombre el mayor de sus esfuerzos, el que lo puede llevar a hazañas increíbles. He visto como tras recibir heridas terribles, los soldados han observado su estandarte y han luchado inundados por el amor a todo aquello que representa, desafiando al miedo, el dolor y la muerte. Amar, el deseo de proteger de cualquier mal, pase lo que pase, se convierte en el mayor de los corajes, la mejor de las armas... ¿Podrían los dioses habernos dado en herencia una virtud mejor?

Otra de esas noches destacó sobre las demás. También se explicaban historias y anécdotas de una gran variedad cuando se acampaba en las llanuras, pero que en esa ocasión, la noche anterior a la llegada al paso de Ostrang, tendría una gran relevancia en el viaje de los aventureros.
Mientras el grupo se encontraba montando el campamento, compuesto únicamente por las mantas que tendían sobre el suelo y el fuego, que calentaba un extraño animal que habían cazado, el arquero Katne se acercó a su buen amigo Sayrz, que observaba ayudándose de las últimas luces del día, el camino que seguirían en cuanto amaneciera:
-Llegaremos a mediodía, ¿no es así?
-Eso han calculado las sacerdotisas -contestó el soldado a Katne Con la mirada pérdida en la distancia añadió- No se situarme en ese mapa…
Su compañero, deseoso de saber cual era el motivo de tanta atención, ondeó con la mirada algún elemento atípico en la distancia:
-¿Por qué nadie habrá penetrado jamás en las tierras rojas Katne? –preguntó de repente Sayrz. Al comprender ahora el silencio del guerrero, su compañero le contestó:
-Es un viaje de sumo peligro… Más que por los posibles enemigos, por la incerteza de saber si hay algo más que polvo cuando se abandona Ardân. Decidimos ir en busca de la espada y arriesgarnos a quedarnos sin provisiones en unas tierras muertas. El destino quiso que eso no fuera así y pudiéramos seguir con vida para llegar hasta Ostrang.
-Nadie antes había llegado hasta donde estamos… ¿Crees que la historia nos recordará por ello?¿Aunque no consigamos al espada de Naresh?
-Probablemente…-respondió Katne mientras caía en la cuenta de algo más- ¡Ven, sígueme!
El comandante de la compañía de arqueros de Ardân se dirigió hacia el grupo e irrumpió en la conversación que mantenía uno de los soldados con sus colegas mientras algunas sacerdotisas los escuchaban. A unos pasos, el resto del grupo, formado por las discípulas de Nariel, peinaban sus cabellos con elaborados peines:
-¡Escuchad! –gritó el arquero para así reclamar la atención de todos- Nuestra situación en las tierras rojas es realmente incierta. Nunca jamás otro hijo de nuestra ciudad había llegado tan lejos, no al menos, para volver y explicarlo…
El discurso de Katne aún desconcertaba al resto, que sin decir una palabra, permanecía expectante a que sus dudas fueran resueltas:
-Cuando volvamos a Ardân, empuñando la espada del gran Naresh, salvador de la humanidad, ¿creéis que seremos recordados?
-¡Por desafiar al sentido común y venir a este lugar! –dijo riendo uno de los alabarderos de Valten.
-¡Pero traeremos la esperanza a nuestro pueblo! O si no, moriremos en el intento… -comentó otro de los soldados.
La idea de perecer en el camino creó el silencio entre los contertulios. Había una duda pendida en el aire, una idea que Valten intentó solventar:
-Si en algún momento de este viaje todo se complica, deberíamos por el bien de Ardân volver a la ciudad… No podemos convertirnos en unos más que, como otros tantos, se han perdido en el tiempo al no regresar. Nuestra misión ha cambiado. Debemos traer la espada sí, pero también mostrar al mundo que existe vida más allá de las murallas.
Al escuchar las palabras del comandante del dorado martillo, Katne dijo:
-¡Somos descubridores! Los pioneros en poblar una tierra y cambiar el mundo. En desafiar a los demonios dormidos y avanzar, no solo por Ardân, sino por todos los humanos que cayeron en la gran guerra. Los que dieron su vida por que nuestra raza perdurara.
-Isïr –pronunció la gran sacerdotisa Nariel provocando que el grupo se girará para escuchar sus sabias palabras- como Isïr…
-¿A que antiguo héroe pertenece ese nombre suma sacerdotisa? –preguntó uno de los soldados intrigado.
-Ningún hombre, soldado o rey ha portado jamás ese nombre bendito. Fue el nombre de un ser divino. Una deidad celestial que en los albores del propio universo, viajó por el cielo oscuro del principio de la vida, dando a las estrellas el poder para brillar y ser vistas en la noche. Su osadía provocó, tal y como nosotros haremos, que se abriera un nuevo mundo.
-Como nosotros… -repitió Hlenn para si.
La sacerdotisa Yannâ, que había seguido la conversación sentada sobre el tronco de un árbol caído, dio un salto situándose en el centro del grupo. Abriendo los brazos y dibujando en el aire un arco sentenció:
-Muchos han sido los sacrificios que hemos vivido, grandes las dudas sobre nuestras decisiones que el destino ha resuelto y nos ha alejado del peligro. Pero aún no sabemos que más nos depara este…
La sacerdotisa había conseguido motivar a sus compañeros con las palabras. Alzando el tono de su suave voz concluyó su discurso diciendo:
-Por ello propongo que a partir de ahora nos reconozcan como los Isïr.

domingo, 11 de julio de 2010

Capítulo 6: Escapatoria (6.2.)


Todos quedaron pasmados ante la acción de Deimos que con aire despreocupado, había espoleado a su caballo e iniciado un trote descendiendo el camino. La domadora Shannah se levantó y mientras hacia girar sus espadas llamó a sus compañeras:
-Salgamos de aquí de una vez.¡Vamos! - Hlenn y Yannâ, ante el entusiasmo de la guerrera, avanzaron para encontrarse con ella.
El comandante de la compañía de espadachines se llevó una mano bajo la coraza para examinar la herida en la clavícula. Cuando la sacó, unas gotas de sangre teñían la punta de sus dedos. Considerándolo una herida sin gravedad, se colocó de nuevo la armadura correctamente y golpeó sus ropas con las manos para quitarse parte del polvo que las cubrían. A su lado, Nariel lo observaba con detenimiento mientras sonreía:
-No debería de ser tan temerario soldado.
-Sus sacerdotisas se han visto expuestas a más peligros de los necesarios... al menos esta vez quería evitarlo. -tras las palabras del guerrero, Nariel asió el hombro de Sayrz mientras le decía:
-Nos unimos a vuestra misión, comandante Sayrz, con el fin de llegar hasta Ostrang y recuperar la espada de Naresh. Decidimos enfrentarnos a los peligros del viaje y lo seguimos manteniendo. Así que comandante, reclame nuestra ayuda cuando sea necesaria en el futuro, estamos preparadas para lo que sea.
El espadachín se llevó el brazo a la altura del pecho realizando el saludo militar reconocido en las fuerzas de Ardân y añadió:
-De acuerdo pues, os tendréen cuenta en futuras batallas, más aun cuando podais honrarnos con ataques como el que habéis lanzado sobre los jinetes. Doy gracias a los dioses por vuestra exitosa acción.
-¡Y por desgracia el tercero se nos escapó! -interrumpió una de las discípulas de Nariel- era un conjuro que requería un esfuerzo conjunto de todas las sacerdotisas y es algo difícil de sincronizar...
-La magia es algo que siempre ha escapado a mi entendimiento- concluyó Sayrz riendo.
Durante la conversa, las sacerdotisas que se atrincheraron en la parte más elevada del camino durante la contienda, descendían el sendero en pos de encontrarse con el resto y continuar la marcha. De nuevo dispuestos, todos seguían a Deimos, que a lomos de su corcel lideraba al grupo. Al observarlo, una de las sacerdotisas de Kur preguntó a Shannah:
-¿Donde está el caballo que montabais?
La pregunta de la hechicera hizo entristecer a la domadora que con un tono de voz apagado respondió:
-Hemos tenido que separarnos cuando nos topamos con ese maldito dragón.¡Ojalá hubiéramos acabado con él!
-No había nada que pudiéramos hacer contra esa bestia.-interrumpió Katne- Pese a que somos un buen número de hechiceras y soldados, era una temeridad enfrentarnos contra él.
-¡Ja! Ha sido la suerte la que ha salvado su vida.
Tras el comentario de la domadora, la sacerdotisa Hlenn dio un salto para ponerse delante del grupo que seguía la conversación. Siguiendo su paso mientras caminaba de espaldas, expuso entusiasmada:
-Me persiguió durante toda la mañana y gracias a Nûr que en mi camino cruzó a Shannah y Yannâ que lograron detener a la bestia.
-¡¿Rechazasteis el ataque del dragón sólo vosotras!? -gritaron Katne y Sayrz al unísono, quedando clavados en el centro del camino, inmóviles, mientras el resto del grupo avanzaba.
-Y eso no es todo comandantes, sino que además, tras perder una de las cabezas, la bestia tuvo que escapar penosamente para no terminar muerta. La sacerdotisa Yannâ fue la responsable de tal hazaña.
Los dos soldados y algunas sacerdotisas que se encontraban cerca, tras escuchar la conversación, observaron a la bella sacerdotisa y su rostro empezó a dibujar una nerviosa sonrisa a causa de la expectación que despertó su persona. Estando todos parados a su alrededor, decidió retomar la marcha para de ese modo, evadir las miradas de todos sus compañeros.

El sendero continuaba hasta rodear la montaña. Sobrepasada esta, los viajeros observaron como para seguir adelante, el camino volvía a remontar hacia arriba. Sin detenerse ante las sugerencias de tomar un camino distinto, Katne expuso que en sus innumerables travesías como rastreador en las montañas de Ardân, la experiencia le había enseñado que este tipo de caminos siempre solían ser inciertos. Los que parecían tener fin, o al menos una distancia aproximada, frecuentemente eran en realidad la introducción a un nuevo tramo que se inmersaba serpenteando en el macizo rocoso:
-Nuestros temores son innecesarios pues. El camino nos llevará a la llanura tarde o temprano. -dijo Sayrz en un intento de convencer a las sacerdotisas y a él mismo.
La jornada de travesía se extendió hasta el amanecer y las sacerdotisas, junto con los tres soldados, perdían la esperanza a medida que pasaban las horas. De no encontrar la salida, deberían de permanecer en vela durante el próximo día, realizando únicamente pequeñas paradas sin poder siquiera desarmarse.
Con las primeras luces del nuevo día, los viajeros recibieron el mayor de los alivios que pudieran desear en aquel instante. Oculta tras una densa zona de árboles de hoja carmesí, encontraron un camino que descendía directamente hasta la falda de la montaña y que a través de una depresión, los alejaba del conjunto de cumbres. Pese a las heridas causadas por los múltiples combates, las dificultades del terreno, la fatiga y la sed, los aventureros contemplaron con admiración como el amanecer teñía las tierras rojas con su color característico y les devolvía su identidad que en la noche, inmersas en la oscuridad, perdían.
Mientras el grupo aprovechaba aún la altura del sendero para contemplar el lado noreste de la cordillera, Katne, siempre más diestro en la observación que el resto de sus compañeros dijo:
-¡Esperad! Alguien aguarda en el final del camino. He visto moverse algo...
La alerta dada por el arquero instó a todos los viajeros a alzar sus armas. En formación, avanzaron ocupando todo el espacio ancho del camino. Sería el último combate que les liberaría del paso de Kalim y pese a la falta de fuerzas, su motivación sería suficiente para afrontar cualquier reto.
A medida que se acercaban, varias figuras bañadas por la escasa luz de la mañana se definieron con mayor nitidez:
-¡Por todos los dioses! -exclamó Sayrz mientras alzaba su escudo agitándolo de un lado a otro a modo de saludo. -Seguidme.

lunes, 5 de julio de 2010

Capítilo 6: Escapatoria


Tendrían que luchar prácticamente a oscuras. En el camino que subía hasta su posición, sólo era visible un pequeño tramo y en cuanto este se retorcía para seguir la pendiente de la montaña, desaparecía a la vista de los aventureros.
El número de los takhä que pretendían tomar la montaña era desconocido, pero por la descripción de Katne sabían que era muy superior. Se debatió durante minutos cual sería la mejor manera de hacerles frente.
Los dos únicos soldados que quedaban en el grupo, Katne y Sayrz, decidieron tomar distintas posiciones a lo largo del sendero, en diferentes niveles de la montaña para poder debilitar las filas enemigas e ir retrocediendo antes de enfrascarse en una lucha frente a frente. Antes de que las últimas luces del día desaparecieran, tomaron posiciones.
En la oscuridad de la noche, los aventureros esperaban repartidos por los distintos puntos. Los dos comandantes se habían separado y aguardaban cada uno en un punto distinto. Mientras las sacerdotisas, formaban dos grupos aguardando en distintas posiciones estratégicas a la espera del enemigo.
Los primeros minutos en silencio se hicieron eternos. Hasta que los grupos de sacerdotisas, situadas en el punto más alto del sendero, oyeron en la oscuridad el inconfundible sonido de una batalla...


Ya los volvía a tener frente a él. Pese a la creciente oscuridad del cielo de las tierras rojas, Valten podía ver a los takhä. En el sendero custodiado por las puntiagudas piedras, los demonios corrían hacia ellos a gran velocidad y con sus espadas en alto. Aunque debía reconocer que estaba cansado, sonrió al imaginar lo que le ocurriría al pobre infeliz que en la primera carga se dirigiese hacia él. Mientras se acercaban, calculó cual de ellos sería, cuando este se encontró a pocos metros, lo supo.
El comandante de la compañía de alabarderos de Ardân, esperaba en al primera fila de un muro que él y sus hombres habían formado en todo lo ancho del sendero, imposibilitando así que se rompieran sus filas.
Cuando el enemigo se topó con linea defensiva, la embestida fue contenida increíble eficacia. Las alabardas en asta no tuvieron más que esperar a que el enemigo cargara contra ellas y se empalaran ellos mismos contra sus afiladas puntas. Aquellos que consiguieron esquivar la mortífera defensa, encontraron una peor suerte, pues era el martillo del oficial Viktor y del comandante Valten el que les esperaba.

El comandante del dorado martillo descargó un golpe descendente que hundió contra el suelo a uno de los demonios que corrían hacia su posición. Cuando aún intentaba levantar el arma para esperar un nuevo golpe, un nuevo takhä se presentó frente a él tras haber sido desplazado por el ataque de uno de los alabarderos, del cual recibió una herida en el bazo. Valten usó la inercia que llevaba cuando alzó el martillo y le golpeó en la entrepierna, levantándolo del suelo mientras daba una vuelta en el aire antes de caer de costado. Un tercero se aproximó decidido mientras el comandante volvía a recuperar la posición. Era un arma muy pesada y el enemigo, aprovechándose, esperó hasta que Valten se encontró momentáneamente desprotegido. Dio un saltó por encima de sus dos iguales tendidos en el suelo y espada en mano se dispuso a apuñalar al guerrero. Pero su objetivo no pasó de la intención cuando en pleno vuelo, el mismo martillo del comandante se estampó contra sus costillas, haciéndolas crujir y provocándole que sus pulmones dejaran de ventilar.
No era necesario cargar un golpe lateral, un ataque directo a modo de lanza también era efectivo con un martillo. No se hendía en la carne como el de una lanza, pero de realizarse este con gran fuerza, era igual de letal para quien lo recibía.
Que pocos soldados armados con un martillo habían visto esos demonios, pensó Valten.

La lucha, como todas las que habían librado durante las últimas horas, estaba siendo un éxito. Pero, aunque escasas, las bajas entre los aventureros se presentaban como un grave problema. Eran ya cuatro los hombres que habían perecido en la cordillera de Kalim, bien entre las fauces del dragón o a manos de los numerosos takhä.
Sólo quedaban ya cinco de los takhä que frente a los alabarderos permanecían amenazantes, pero sin reunir el valor suficiente como para atacarles:
-¡Avanzad! -gritó Valten mientras disfrutaba observando los rostros aterrorizados de sus enemigos.
Uno de los takhä inició una carrera en dirección contraria a donde se encontraba el corpulento comandante. Como un efecto en cadena, los otros cuatro siguieron a su semejante para huir. Valten dándose media vuelta se dirigió hacia sus soldados gritando:
-¡Tras ellos,que no quede ni uno en pie!


Sayrz vio como una flecha se clavaba en la garganta de uno de los takhä que le rodeaba. El camino era estrecho, pero cada vez se veía más incapaz de defenderlo él sólo. Una nueva flecha impactó en el pecho de otra de esas criaturas haciéndola retroceder varios pasos antes de caer al suelo. Aprovechando la situación lanzó un corte que hirió el rostro del demonio que quedó delante. El espacio libre dejado por los dos rivales caídos bajo las flechas se ocupó de nuevo por otros dos takhä y obligaron a Sayrz a retroceder de nuevo. El comandante lograba bloquear todos los ataques que recibía. Aún así, en sus brazos empezaron a verse marcados un gran número de cortes y heridas que no podía evitar recibir. En medio de la lucha sin tregua, uno de esos desventurados ataques de los takhä que tenía frente a él, le hundió su hoja en la clavícula, traspasando con facilidad el cuero que protegía esa zona. El comandante lanzó un rugido de dolor y forzándose en no perder la guardia, mantuvo el escudo y su espada en alto ya que de no haber sido así, otro golpe que se estrelló justo después contra el escudo, habría supuesto su final.
Sayrz empezó a retroceder mientras de las flechas de Katne cubrían su retirada. Era tal la velocidad del arquero que una vez que el espadachín le dejó campo de visión, consiguió acabar en segundos con los tres takhä que ocupaban el espacio del sendero. Sin vacilar, el guerrero inició una carrera desesperada remontando el camino hacia sus compañeros que esperaban el ataque en puntos más altos. Buscó en su parte superior a Katne y lo vio subido a una de las rocas en la parte lateral del camino mientras disparaba a discreción sobre los takhä que le perseguían:
-¡Katne retrocede, son demasiados! Necesitaremos la ayuda de las sacerdotisas.
El hábil arquero de Ardân asintió con la cabeza cubierta por el yelmo de plumas blancas y se volvió hacia el camino para obedecer a Sayrz, desapareciendo así de la vista del espadachín.
El guerrero se cargó el escudo a la espalda en plena carrera para que no le entorpeciera en su carrera y en ese mismo instante, escuchó como algo impactaba contra ello, provocando un agudo sonido metálico. Sin detenerse, miró hacia atrás y vio a dos de los demonios que hacían girar en el aire una cuerda para dejar ir uno de sus extremos aprovechando la inercia.
Hondas. Dijo para si el guerrero que jamás había visto en los takhä armas de ese tipo. Instintivamente, empezó a correr formando eses en el camino, de manera que dificultaría la diana para sus rivales. Las piedras comenzaron a silbarle a escasos centímetros de su posición hasta que una de ellas le impactó en la pierna, haciéndolo caer violentamente contra el suelo. Intentándose incorporar de nuevo, reflexionó en el gran error que había cometido ante la idea de hacer frente al primer choque de la batalla él solo.
Sus perseguidores lo habían alcanzado ya cuando una flecha derribó al takhä más cercano. Una nueva sagita, derribó casi al instante otro de los perseguidores mientras una voz femenina, venida de algún lugar de las afueras del camino superior, le gritó:
-¡No te muevas!
Sin cuestionar sus palabras, Sayrz rodó en la grava para extender su mano y armarse con el escudo poniéndolo sobre su cuerpo. La rápida acción que tenía como fin defenderse del ataque de uno de los takhä que se le echó encima, se convirtió en la defensa de una poderosa llama azul que fluyó sobre su cabeza y acabó con los demonios. El comandante, al ver los desperfectos del ataque, miró rápidamente en dirección de la cual provenía el ataque y vio como una figura se acercó velozmente y lo sobrepaso mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa:
-Llegamos en buen momento ¿no, comandante? -dijo Shannah mientras desenvainaba sus dos espadas.
La domadora de Ardân saltó grácil el montón de cuerpos que yacían en el suelo a causa de su ataque y clavó una de las armas en el pecho de un takhä supervivientes que aún gritaba por las quemaduras.
Una mano se tendió ante el rostro del comandante espadachín. Cuando alzó la vista, reconoció la sonrisa de la hechicera de Kur:
-¿Aún os quedan fuerzas Sayrz? -dijo la sacerdotisa Hlenn mientras el guerrero tomaba su mano para levantarse.
-Claro que sí -contestó el soldado mientras sonreía. -¡gracias a los dioses que nos encontramos de nuevo sacerdotisas!
A su lado, a Hlenn la acompañaba otra de las hechiceras, Yannâ, que tras un breve saludo, corrió a apoyar a Shannah, que ya se cobraba cuantiosas bajas en el diezmado grupo de enemigos.
Antes de que Sayrz y Hlenn volvieran al combate, Shannah y Yannâ habían despejado el sendero, sin dar oportunidad alguna a los demonios para escapar. Cuando el silencio volvió momentáneamente al camino, los cuatro oyeron de nuevo los gritos graves de los takhä que se aproximaban. El rugido se intensificó en pocos segundos y Yannâ, que se encontraba mas cerca del borde del camino, sacó medio cuerpo hacia la ladera escarpada desprovista de vegetación. Al instante, reculó dirigiéndose a sus compañeras:
-Van montados sobre algo...
Los cuatro volvieron a formar guardia. La silueta sólo dejaba entrever el movimiento de unos cuerpos, de gran vigor que galopaban hacia ellos. En su boca relucían bajo la tenue luz del cielo afilados dientes custodiados por dos grandes ojos negros que los miraban fijamente, sin apenas pestañear.
Tres takhä montaban aquellas poderosas bestias que se acercaban peligrosamente hacia ellos. Cuando aumentaron de velocidad para así cargar con mayor fuerza, una poderosa ráfaga de aire lanzó a una de ellas contra la que corría más cercana a la ladera. De la brutal colisión, el animal que salió proyectado arrastró al otro despeñándose por la montaña mientras agitaban en el aire las fuertes patas en un vano intento por aferrarse a cualquier cosa que los frenara.
El tercero de los jinetes, sin alertarse por lo que había ocurrido a sus hermanos, se lanzó contra el grupo, encontrándose en el camino el escudo de Sayrz. De la inercia que traía el animal, el comandante salió despedido varios metros con los dientes de la bestia mordiendo su escudo. Cayó de espaldas contra el suelo y tendido sobre él, recurrió a toda su fuerza para alejar la boca de la bestia. Pudo ver los ojos del ser que lo miraban con rabia odio, los mismos ojos que se cerraron con angustia cuando algo hirió el costado del animal. Sayrz vio a duras penas la larga espada de la sacerdotisa Yannâ, que se hundía en los órganos de la montura. Esta, tras rugir de dolor, se alejó instintivamente de ellos mientras bufaba y gruñía. Entre dificultosas inspiraciones, el animal se disponía a lanzar un nuevo ataque mientras el takhä le espoleaba con los pies. Pero pronto la bestia quedó sin dirección cuando los azules ojos de Hlenn se posaron sobre el cuello del demonio. Ante el dragón, el tiro se desvió a causa del miedo, pero se había prometido que eso no volvería a ocurrir, fuera cual fuera la situación. Este disparo, no iba a ser una excepción...
Mientras el cuerpo del takhä caía inherte de su montura, una nueva flecha, venida de otro lugar, se clavó en el costado opuesto del animal, que luchó por seguir en pie tras los múltiples ataques.La hoja de Yannâ, aunque delgada, le había provocado una herida mortal.
En los ojos del animal sólo se encontraban los cuatro rivales que le habían provocado esas heridas y por ello no se percató de la llegada de un caballero, que esquivando los obstáculos con soltura, pasó a su lado como una estela plateada y rebanó la cabeza a la malherida bestia. A continuación, el soldado Deimos limpió la hoja de la espada y señalando hacia la continuación del camino dijo:
-Ya podemos seguir.