martes, 13 de julio de 2010

Capítulo 7: Isïr


-¡Empenzaba a pensar que el dragón había acabado con vosotros! –Gritó el soldado de voz grave mientras estrechaba a Sayrz entre sus brazos-es un a suerte encontrarnos todos de nuevo.
El comandante de la compañía de alabarderos de Ardân había soltado al espadachín para agitar sus hombros una y otra vez mientras reía. Tras él, el resto de soldados que se habían encontrado con Valten tras dividirse la compañía, observaban el reencuentro entusiasmados. Realizado el primer saludo por los dos comandantes, el cual captó toda la atención de los presentes, soldados y sacerdotisas intercambiaron sus vivencias durante los días que habían estado perdidos en las montañas:
-Durante dos días, nos desorientamos completamente-exponía el comandante del dorado martillo-no obstante, los rodeos que dimos en las montañas nos sirvieron para encontrar a todos los hombres.
-Ren… –interrumpió Katne- uno de mis arqueros y otros soldados no están aquí.
-Han caído en combate –respondió Víctor con sequedad. Valten, adoptando n tono sombrío añadió:
-Hemos sufrido ataques constantes desde que superamos la primera cumbre. Nuestras bajas han sido mínimas gracias a los esfuerzos de nuestros hombres, que han luchado con gran coraje.
-¿Eran también takhä los que os atacaron? –preguntó Sayrz al corpulento comandante:
-Sí. Estaban en todas partes. El paso de Kalim se ha convertido en un sin fin de combates. Era demasiado extraño…
-¿Cómo? –interrumpió Katne mientras cogía un brazo de Valten, reclamando su atención:
-Digo pues que los takhä, incapaces de caminar y gritar al mismo tiempo, nos lanzaban ataques por sorpresa organizados con un ápice de coherencia. Es un comportamiento que en los muchos años de defensa en Ardân, jamás habíamos visto.
Las palabras del comandante abrieron en las mentes de sus oyentes un abanico de hipótesis y posibilidades. Movido por estos pensamientos, Sayrz dijo:
-Las montañas estaban pobladas por esos demonios y en lo que llevamos de viaje sólo nos hemos topado con pequeños grupos. Al parecer, es su modo de vida…
Como llevadas por el viento, las palabras del espadachín desaparecieron en el aire, creando un silencio que se convertiría en la única voz reinante entre los tres comandantes durante el resto de la mañana.

El avance por el nuevo paisaje supuso una tarea casi agradable en contraste con el sendero montañoso que compuso el itinerario de la compañía durante los días anteriores. Las tierras se extendían bañadas en los colores ocres y amarillos característicos de la vegetación. El viaje había vuelto a adoptar el ritmo que hasta la llegada a la meseta montañosa había tenido.
Aún separaban dos semanas hasta llegar al paso de Ostrang. Los días estaban acompañados por el buen tiempo y la relativa tranquilidad. Durante los últimas jornadas de travesía, sólo algunos grupos aislados de takhä se habían interpuesto en el camino de los aventureros. Al verlos, siendo los demonios inferiores a la docena, huían antes de dar a los hijos de Ardän la oportunidad de acabar con ellos.
Cuando la noche extendía su oscuro velo sobre las tierras rojas, la compañía solía reunirse en conjunto alrededor de un fuego. Una de esas noches, Nariel, como ya comenzaba a ser costumbre, hacía alarde de sus conocimientos compartiéndolos con sus compañeros:
-Los dioses creadores de Rüen, cuando esta aún no era más que la tierra que ocuparía, tuvieron seis hijos. De estos seis, cuatro decidieron seguir el cometido de sus padres y reinar en Arnasil, la tierra de los dioses. Pero Nûr, uno de los hermanos, posó su vista en una antigua creación de su padre: los hombres. Cautivado por la manera de contemplar la vida de esos seres, decidió protegerlos y ayudarlos para que la semilla de su civilización germinara.
>>El padre de Nûr, dios protector de los hombres, intentó por todos los medios convencer a su hijo para que reinara en Arnasil junto a él, ya que era el vástago más poderoso de los seis hermanos y por lo tanto, su padre contaba con su fuerza para la gloria del reino. Sin intención de defraudarle, Nûr se negó a realizar el cometido, ayudando así con los hombres.
El relato de Nariel, la gran sacerdotisa de Kor, había conseguido, como solía hacer siempre, cautivar las mentes de sus oyentes, los cuales perfilaban en su mente las formas y los rostros de los protagonistas de la historia. Dándose cuenta de ello, la sacerdotisa sonreía con frecuencia al observar la desmesurada expresión de atención que los soldados ponían al seguir sus narraciones:
-Pero había entre los seis hermanos uno de ellos que desde su nacimiento cayó en desgracia. Incapaz de convertirse en un gran dios guerrero como lo eran sus semejantes, invadido por la envidia de esa falta de poder y el rechazo de su padre por su debilidad, decidió vengarse de sus hermanos y de su progenitor. Para ello, el dios hechicero Nûm empezó desafiando al preferido entre todos los hermanos, Nûr. Tras una larga lucha, el dios guerrero salió victorioso. Habiendo librado a los humanos del mayor de los peligros, Nûr decidió regresar a Arnasil, no sin antes otorgar la mayor de sus virtudes a la raza, la arma más poderosa que un dios podría entregar…
-¡¿La espada de Naresh!? –interrumpió uno de los espadachines de espesa barba.
-No guerrero –contestó la sacerdotisa- fue la capacidad de amar. Aquello que consigue de un hombre el mayor de sus esfuerzos, el que lo puede llevar a hazañas increíbles. He visto como tras recibir heridas terribles, los soldados han observado su estandarte y han luchado inundados por el amor a todo aquello que representa, desafiando al miedo, el dolor y la muerte. Amar, el deseo de proteger de cualquier mal, pase lo que pase, se convierte en el mayor de los corajes, la mejor de las armas... ¿Podrían los dioses habernos dado en herencia una virtud mejor?

Otra de esas noches destacó sobre las demás. También se explicaban historias y anécdotas de una gran variedad cuando se acampaba en las llanuras, pero que en esa ocasión, la noche anterior a la llegada al paso de Ostrang, tendría una gran relevancia en el viaje de los aventureros.
Mientras el grupo se encontraba montando el campamento, compuesto únicamente por las mantas que tendían sobre el suelo y el fuego, que calentaba un extraño animal que habían cazado, el arquero Katne se acercó a su buen amigo Sayrz, que observaba ayudándose de las últimas luces del día, el camino que seguirían en cuanto amaneciera:
-Llegaremos a mediodía, ¿no es así?
-Eso han calculado las sacerdotisas -contestó el soldado a Katne Con la mirada pérdida en la distancia añadió- No se situarme en ese mapa…
Su compañero, deseoso de saber cual era el motivo de tanta atención, ondeó con la mirada algún elemento atípico en la distancia:
-¿Por qué nadie habrá penetrado jamás en las tierras rojas Katne? –preguntó de repente Sayrz. Al comprender ahora el silencio del guerrero, su compañero le contestó:
-Es un viaje de sumo peligro… Más que por los posibles enemigos, por la incerteza de saber si hay algo más que polvo cuando se abandona Ardân. Decidimos ir en busca de la espada y arriesgarnos a quedarnos sin provisiones en unas tierras muertas. El destino quiso que eso no fuera así y pudiéramos seguir con vida para llegar hasta Ostrang.
-Nadie antes había llegado hasta donde estamos… ¿Crees que la historia nos recordará por ello?¿Aunque no consigamos al espada de Naresh?
-Probablemente…-respondió Katne mientras caía en la cuenta de algo más- ¡Ven, sígueme!
El comandante de la compañía de arqueros de Ardân se dirigió hacia el grupo e irrumpió en la conversación que mantenía uno de los soldados con sus colegas mientras algunas sacerdotisas los escuchaban. A unos pasos, el resto del grupo, formado por las discípulas de Nariel, peinaban sus cabellos con elaborados peines:
-¡Escuchad! –gritó el arquero para así reclamar la atención de todos- Nuestra situación en las tierras rojas es realmente incierta. Nunca jamás otro hijo de nuestra ciudad había llegado tan lejos, no al menos, para volver y explicarlo…
El discurso de Katne aún desconcertaba al resto, que sin decir una palabra, permanecía expectante a que sus dudas fueran resueltas:
-Cuando volvamos a Ardân, empuñando la espada del gran Naresh, salvador de la humanidad, ¿creéis que seremos recordados?
-¡Por desafiar al sentido común y venir a este lugar! –dijo riendo uno de los alabarderos de Valten.
-¡Pero traeremos la esperanza a nuestro pueblo! O si no, moriremos en el intento… -comentó otro de los soldados.
La idea de perecer en el camino creó el silencio entre los contertulios. Había una duda pendida en el aire, una idea que Valten intentó solventar:
-Si en algún momento de este viaje todo se complica, deberíamos por el bien de Ardân volver a la ciudad… No podemos convertirnos en unos más que, como otros tantos, se han perdido en el tiempo al no regresar. Nuestra misión ha cambiado. Debemos traer la espada sí, pero también mostrar al mundo que existe vida más allá de las murallas.
Al escuchar las palabras del comandante del dorado martillo, Katne dijo:
-¡Somos descubridores! Los pioneros en poblar una tierra y cambiar el mundo. En desafiar a los demonios dormidos y avanzar, no solo por Ardân, sino por todos los humanos que cayeron en la gran guerra. Los que dieron su vida por que nuestra raza perdurara.
-Isïr –pronunció la gran sacerdotisa Nariel provocando que el grupo se girará para escuchar sus sabias palabras- como Isïr…
-¿A que antiguo héroe pertenece ese nombre suma sacerdotisa? –preguntó uno de los soldados intrigado.
-Ningún hombre, soldado o rey ha portado jamás ese nombre bendito. Fue el nombre de un ser divino. Una deidad celestial que en los albores del propio universo, viajó por el cielo oscuro del principio de la vida, dando a las estrellas el poder para brillar y ser vistas en la noche. Su osadía provocó, tal y como nosotros haremos, que se abriera un nuevo mundo.
-Como nosotros… -repitió Hlenn para si.
La sacerdotisa Yannâ, que había seguido la conversación sentada sobre el tronco de un árbol caído, dio un salto situándose en el centro del grupo. Abriendo los brazos y dibujando en el aire un arco sentenció:
-Muchos han sido los sacrificios que hemos vivido, grandes las dudas sobre nuestras decisiones que el destino ha resuelto y nos ha alejado del peligro. Pero aún no sabemos que más nos depara este…
La sacerdotisa había conseguido motivar a sus compañeros con las palabras. Alzando el tono de su suave voz concluyó su discurso diciendo:
-Por ello propongo que a partir de ahora nos reconozcan como los Isïr.

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