domingo, 18 de julio de 2010

Capítulo 7: Isïr (7.2.)


Los Isïr, tal y como había propuesto la sacerdotisa Yannâ. Por ese nombre decidieron ser llamados los aventureros que tan lejos del hogar, habían desafiado a la nada y al peligro adentrándose en las tierras rojas. Ahora, Caminaban durante toda la mañana para llegar a mediodía hasta el paso de Ostrang. Entre dos cordilleras dispuestas a oriente y occidente, las montañas se revestían con una descomunal muralla. Pese a que el color de la piedra de la región era de un rojo apagado, los muros de Ostrang eran negros, de una piedra pulida que al contacto con la mano la hacia resbalar, sin ningún tipo de adherencia. Sobre la muralla, un sistema de espacios transitables permitían colocar un amplio número de individuos sobre los muros, haciendo del kilométrico paso una trampa mortal ya que el ejército que lo atravesara debería enfrentarse a una lluvia de proyectiles por doquier:
-El paso de Ostrang fue en realidad la puerta que separaba las tierras de los demonios con las humanas -empezó Nariel cuando llegaron al inicio del valle- construidas por los hechiceros negros, supusieron el límite de la reconquista de los nueve reyes.
>>En los años de mayor actividad de la gran guerra, el surgimiento de los nueve reyes supuso una esperanza para todos los humanos de Rüen, que reducidos a la mitad del reino, aguantaban las embestidas de los ejércitos de los demonios. Cuando estos nacieron como los protectores, el constante ritmo de victorias de los enemigos se redujo hasta quedar interrumpido. De hecho, fueron los nueve reyes quienes comenzaron a recuperar parte del mundo perdido. Para preservar su conquista, el demonio más poderoso, Ukghar, decidió construir las puertas de Ostrang, defendiéndolas con el paso.
La basta extensión dibujaba un espacio en total linea recta hacia el norte. El lugar, pese a estar ahora desierto, aún poseía el recuerdo de las miles de vidas que se habían sacrificado por Rüen. El mero hecho de caminar, alertaba todos los sentidos y transmitía un enorme sentimiento de incomodidad. Armados, en guardia y sin hacer el menor ruido, los Isïr iniciaron su camino a través del paso de Ostrang.
El viento silbaba amenazante entre los muros y las propias montañas. De vez en cuando, una piedra caía rodando por la ladera llamando así la atención de los viajeros. Al comprobar que todo seguía en orden, seguían avanzando con cautela:
-Este lugar no me gusta nada -susurró uno de los alabarderos- las almas de muchos deambulan entre nosotros. Tengo los pelos de punta.
-Ya hemos atravesado la mitad, ya casi estamos... -contestó el comandante Valten para tranquilizar a sus hombres.
Cuando el guerrero del dorado martillo dirigió de nuevo su vista hacia el frente, vio como al final del camino, algo se movía. En ese mismo instante, Deimos espoleó a su caballo e inició un poderoso galope hacia el final del paso:
-¡Deimos! -gritó uno de los soldados.
-¡Deimos vuelve! Puede ser peligroso -añadió Sayrz.
Pero el interpelado hizo caso omiso a los gritos de sus compañeros. Sin siquiera volver su cabeza para prestar atención a lo que le decían, el guerrero se distanciaba cada vez más. Maldiciendo la situación, los Isïr corrieron hacia su compañero en un intento de que se detuviera. Si aparecía algún enemigo, el soldado estaría perdido...
La carrera entre las murallas de Ostrang estaba siendo inútil. El caballo de Deimos era ya solo una silueta en el horizonte y les era imposible seguir su ritmo. En ese mismo instante, Katne alzó su arco y lanzo una flecha hacia las murallas. De entre sus muros, el cuerpo inerte de un darna cayó estrellándose contra el suelo:
-Así que era eso -dijo el arquero ante el asombro de sus compañeros- llevaba largo rato siguiéndonos.
-Creo que hay más entre las montañas, se ve movimiento entre las cumbres -añadió Sayrz- De todos modos vamos, hemos de alcanzar a Deimos.
La carrera se había convertido en el ritmo de avance. Era una acción peligrosa puesto que si aparecían más diablillos entre sus muros no los detectarían por el ruido de sus propios pies a la carrera pero por otro lado, el avance rápido apaciguaba la incomodidad que les provocaba el atravesar el valle. El recorrido, en una linea recta perfecta, engañaba a los sentidos. Cuando los viajeros se inmersaron entre las dos cordilleras, el trecho que les separaba del final del camino parecía ser de pocos kilómetros, un espacio de tiempo que caminando supondría aproximadamente no más de una hora. Pero una vez dentro y pese a haber estado corriendo constantemente, llevaban dos horas en el paso y aún no habían alcanzado el final. Hasta que, estando a una centena de metros del final, vieron dos gigantescas puertas que se alzaban ante ellos. Construidas con el mismo material que las murallas, los colosales portones representaban el enemigo común de los hombres, del cual hoy, estando las puertas destruidas, eran los vestigios de una lucha olvidada en el tiempo. De entre los pedazos del pórtico esparcidos por el suelo, la figura del jinete de Ardân Deimos, les esperaba:
-¿Que ha motivado ese comportamiento soldado? -preguntó el comandante Valten alzando la voz para que lo escuchara.
-¿Has ido a comprobar si el paso era seguro? -se interesó el comandante Sayrz que era conocedor de las extrañas decisiones que en ocasiones podía tomar el guerrero.
El jinete los observó desde la distancia sin decir palabra. Tras desaparecer el eco de la pregunta del comandante espadachín, sólo el rugir del viento entre las escarpadas laderas de las montañas violaban el silencio reinante. Los viajeros, cada vez más preocupados por el comportamiento de Deimos, insistieron:
-¿¡Que es lo que ocurre, cuéntanos!?
-Ha terminado el viaje -dijo al fin el soldado.
Ninguno de los presentes supo como interpretar sus palabras. Sayrz por el contrario, entendió a que se refería su antiguo amigo:
-¡¡¡Has encontrado la espada de Naresh!!!
-No -contestó tajante el jinete, acabando con el espontaneo entusiasmo que había inundado a los Isïr- de hecho, es más cierto decir que la espada de Naresh... No existe.
-¿¡De que diablos estas hablando Deimos!? -gritó Katne incredulo.
-Digo pues que este viaje no tiene ningún sentido. Al menos, no para vosotros... ¿De verdad creíais que hemos sido los primeros en llegar hasta aquí? ¡Necios! Yo mismo he viajado hasta las tierras rojas en incontables ocasiones.
Deimos desenfundó su espada apuntando con ella hacia el resto de viajeros que lo observaban sin dar crédito a sus palabras. De su boca surgieron unas palabras que no pudieron comprender, pero que sin duda habían escuchado. Era la lengua de los takhä, la voz de los demonios antiguos. Entre los recovecos de las murallas, se dejaron entrever las cabezas de cientos de takhä. En pocos segundos, las dos pasarelas que franqueaban el paso de Ostrang se tiñeron con el color de la piel de esas criaturas. Cuando dirigieron la mirada hacia al guerrero, que les observaba con rostro sombrío, vieron que a sus espaldas un ejército armado y en formación se aproximaba hasta detenerse a su altura. Deimos hizo una seña al demonio que lideraba el ejército para después volverse a los que hasta hacía escasos minutos, habían sido sus compañeros:
-¿Entendéis ahora por que esto acaba aquí?
-¿¡Que estas haciendo imbécil!? -gritó uno de los soldados invadido por la ira.
-¿¡Nos has vendido!? -ladró otro mientras el jinete los observaba serio.
Dejando que la primera descarga de acusaciones le llegaran con fuerza, permaneció en silencio hasta que los viajeros dejaron de hablar a espera de una respuesta:
-La humanidad está perdida... No hay nada que nosotros podamos hacer. Los fuegos de oriente han empezado a arder y el final está cerca. No pienso elegir el bando perdedor.
-¿El bando perdedor? Tu también eres un hombre¡Acabarán contigo también! -contestó Sayrz señalándolo acusatoriamente.
-En eso te equivocas querido amigo... Junto con los señores del mundo, los cuatro demonios, dominaremos Ardân y el resto de Rüen. Me convertirán en su comandante y obtendré un poder de tal magnitud con el cual ninguno de vosotros jamás hubiera podido ni siquiera soñar. -tras declarar sus planes, el soldado Deimos no pudo contener una carcajada que se extendió por el valle. Cuando pudo retomar su discurso continuó, aún riendo:
-¡Soy yo el causante de esta emboscada! Intenté acabar con vosotros llevándoos ante el dragón, pero me sorprendisteis evitándolo. Pensé que si os separaba sería suficiente. Así que no tuve más remedio que acordar con los takhä un golpe que me asegurara que jamás volvierais hasta Ardân.
A cada palabra que Deimos, antiguo compañero de batalla de los Isïr decía, el desconsuelo atacaba el corazón de los viajeros que con rabia, deseaban para el jinete la peor de las muertes. El guerrero a lomos de su caballo, no podía evitar reír al contemplar los rostros de incredulidad de sus compañeros. Habían caído en su trampa sin siquiera sospechar en ningún momento. Deimos observó algo por encima de los viajeros y con el rostro iluminado por nuevas maquinaciones añadió:
-Parece que al fin estamos todos...
Los Isïr, que habían partido desde el reducto de los humanos en Ardân, contemplaron con horror, como la muerte se aproximaba desde sus espaldas. Pero no era una mitológica figura con una guadaña entre sus manos esqueléticas, sino que en esta ocasión había adoptado la forma de otro ejército takhä, que junto con el que les impedía el paso por el frente, los acorralaba desde atrás, negándoles la escapatoria. Totalmente rodeados, Deimos dirigió las últimas palabras hacia los viajeros, que junto a él, habían vivido las últimas semanas de sus vidas:
-Morirán con vosotros las esperanzas de la humanidad ¡Esta es la edad de los demonios!
En cuanto las palabras del soldado volaron sobre el paso de Ostrang, una lluvia de piedras, procedentes de las hondas de los takhä que ocupaban las murallas, se precipitaron sobre lo viajeros, impactando algunas con gran fuerza en los viajeros. En una fracción de segundo, Sayrz alzó su escudo encarándose a uno de los muros:
-¡Rápido poneos detrás! ¡Nôr, Dendran proteged el otro flanco!
-¡Sí, señor! -respondieron los dos espadachines al unísono.
Los Isïr, con increíble velocidad consiguieron colocarse tras los escudos de los tres espadachines. Pero era una defensa prácticamente inútil. Las piedras volaban en todas direcciones hiriendo a los viajeros en brazos y piernas. Algunas de los proyectiles habían impactado dejándoles en el mejor de los casos, contusiones importantes. La situación era desesperada. A los pocos segundos de iniciarse el ataque, uno de los proyectiles impactó contra el cráneo de uno de los alabarderos, quitandolé así la vida.
Hlenn y Katne disparaban a duras penas a los honderos, que dándose cuenta de su presencia, les impedían asomarse fuera de los escudos. A cada segundo, la muerte encontraba más victimas entre los viajeros que habían perdido en cuestión de un minuto a todos los alabarderos y uno de los arqueros de Katne. En el centro de la escena, entre los dos frentes que habían estableció con los escudos, la gran sacerdotisa Nariel abrió sus brazos y lanzó al cielo un grito. En respuesta a las suplicas de la benefactora de la diosa Kôr, a su alrededor se formó un poderoso remolino de aire que impedía a los proyectiles impactarles. Al cabo de unos segundos, la lluvia de piedras se detuvo. Pudiendo alzar la cabeza fuera de los escudos al fin, un hachazo impacto contra el último de los arqueros de Katne:
-¡Isti! -gritó el comandante.
El cerco de los dos ejércitos se había estrechado. Los tenían encima y en cuanto cargaran sus filas al completo, morirían. En ese instante, Sayrz pensó a tiempo algo que podría darles una mínima oportunidad:
-¡¡¡Deimos!!! -gritó el comandante hacia el soldado que le miró desde su caballo- resolvamos esto entre tu y yo. Soy yo quien propuso este viaje.
El jinete permaneció unos segundos en silencio haciendo caso omiso a las palabras de Sayrz hasta que, sopesando la opción, gritó al viento de nuevo unas palabras en lengua de los takhä. La orden de Deimos provocó que los dos grupos de enemigos, pudiendo ya saborear la sangre de sus inminentes victimas, tuvieran que detenerse. El guerrero desmontó de su caballo y se abrió paso hasta los viajeros:
-No los dejaré marchar pase lo que pase. Como ya he dicho, esto termina aquí para vosotros. No obstante, será una buena oportunidad para probar mi nueva condición. ¡Mi condición como comandante del gran señor Nurm!
Un aura de un fuego negro rodeó al soldado. La oscura llama empezó a prender todo su cuerpo, provocando que lanzase gritos de dolor. Pero los gritos propios de la voz de un hombre fueron substituidos por otros que, como venidos de una profundidad abismal, resonaban como un rugido infernal haciendo temblar el mismo suelo. Mientras Deimos se retorcía, de su cabeza empezaron a surgir unos poderosos cuernos. Su figura estaba aumentando y también su espada. Desvanecido y entre sudores, cayó de rodillas mientras se apoyaba con su espada. Ayudándose de esta, se puso en pie. Ahora, media la altura de dos hombres y su piel se había tornado de un color rojizo, propio de los takhä. Sus dientes habían dejado paso a unos afilados colmillos visibles cuando reía:
-¡Comandante, este es tu fin! -gritó la bestia mientras cargaba con su enorme espadón hacía el guerrero.
Sayrz, aún perplejo ante lo que acababa de acontecer, alzó su escudo instintivamente. La enorme hoja del comandante de Nurm se estrelló contra el escudo partiéndolo como si se tratase de una rama seca e hirió su brazo izquierdo:
-¡Acabará con él! -gritó una de las sacerdotisas de Kôr.
-Debemos hacer algo -añadió otra.
Katne reaccionó rápidamente y lanzó una flecha que impactó contra el rostro del gigantesco enemigo. Como si hubiera sido el choque contra una piedra, la sagita salió disparada en otra dirección sin que el demonio se percatara del ataque. En ese momento, sólo una cosa ocupaba sus pensamientos...
Deimos se acercó hacia Sayrz mientras sus pies empezaban a moldearse en un estallido de fuego negro que tuvieron como final la conversión en dos enormes garras. Levantó su espada por encima de la cabeza para asestar el golpe final, aquel que segaría la vida del comandante.



Con el corazón encogido, las sacerdotisas observaban la lucha. La muerte del guerrero era inevitable. Una de ellas, derramó una lágrima que cayó sobre su coraza. De su interior, una luz de un azul intenso comenzó a emanar hacia el exterior. Del foco luminoso, colgaba una fina y preciosa cadena. La sacerdotisa Hlenn, extendió su mano hacia el colgante de Asïr, que descansó en su mano. Recordó en ese instante las palabras de su maestra sacerdotisa Tyanä y sin vacilar, la aferró con fuerza.



Mientras miraba los ojos cargados de odio de Deimos, un extraño frío ivadió el cuerpo de Sayrz. Mirando hacia abajo, vio como una gran cantidad de sangre brotaba de su interior mientras lo comenzaba acosar un placentero sueño. Sabía lo que era. No iba a rendirse a la muerte con tanta facilidad. Luchando contra su propia naturaleza, el comandante sentía como ese frío se extendía por todo su cuerpo. Intentó abrir los ojos, pero se vio envuelto en agua.


La sacerdotisa Hlenn observó como del colgante emergía un basto torrente de agua. Surgida de la diminuta superficie de la joya, envolvió a los Isïr y los atrapó en una fuerte corriente. Lo último que la sacerdotisa pudo ver, fue como sus pies se alejaban con suavidad de la tierra.
Se encontraban en algún lugar en medio de la llanura de las tierras rojas. Miró a su alrededor y Hlenn vio al resto de sus compañeros que como ella, se levantaban confusos del suelo. Pero, uno de ellos permanecía arrodillado, Katne:
-¡Sayrz! ¡Escuchame amigo!
El comandante espadachín permanecía tumbado sin moverse. Ante los constantes gritos y zarandeos del arquero, el joven consiguió al fin abrir los ojos:
-Si estas aquí amigo... -las palabras del comandante tranquilizaron a Katne, que lo abrazó:
-Les he fallado -continuó el guerrero con un hilo de voz- la espada de Naresh... ya no hay esperanzas para Ardân. He caído frente el primer...
El guerrero empezó a toser sin poder terminar su frase. De su boca salió sangre que fluyó por su barbilla hasta llegar al pecho. Al percatarse, se dirigió a Katne mientras alzaba con enorme dificultad la mano con la que sostenía la espada:
-Quedatela. Que la estela de mi alma proteja al menos aquello que en vida no pude salvar. Lucha con fuerza amigo, siempre has sido el mejor. Confió en ti.
Sayrz consiguió levantar el mango de su fiel arma hasta el pecho de Katne que ignorando su gesto le gritó:
-No vas a morir ¿me oyes? ¡Vivirás! -ante las palabras del arquero, Sayrz sonrió empalidecido mientras le temblaba la comisura de sus labios:
-Katne viejo amigo, siempre has sido tan inocente... -dijo el guerrero mientras el viento se llevaba su último aliento.

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