martes, 1 de febrero de 2011

Capítulo 10.2. Una nueva esperanza


Nariel siguió los pasos del joven por entre las calles y recovecos de Bayz. Tras una breve travesía entre la ciudad de hierro, llegaron a una pequeño claro presidido en el centro por una formación rocosa. Cuando agudizo la vista, dificultada por la oscuridad del cielo nocturno de Rüen, la gran sacerdotisa pudo divisar una entrada a la enorme piedra que se abría a través de una grieta. Por la dirección que tomaban sus pasos, Thuryan tenía intención de adentrarse en al cueva. Nariel se mantuvo en silencio, expectante para comprender al fin cuales eran sus intenciones. Nada más cruzar el umbral de la cueva, un húmedo frío lamió la piel de la sacerdotisa, que agradeció el contraste de temperatura con el de la ciudad, tan asfixiante. La oscuridad era total y en cuanto se adentraron unos pasos hacia su interior tuvieron que pararse por completo porque no veían más allá de unos pocos metros. Thuryan sacó entonces un pequeño fragmento de la piedra de Mardur que colocó entre dos piezas de metal deformadas creando una forma cónica. De ese modo, la luz de la piedra salía proyectada hacia adelante abarcando mayor distancia.
La luz de Mardur descubrió una estrecha escalera que conducía hacia abajo. Thuryan, sonriendo calidamente a la sacerdotisa, extendió su mano para que la acompañara tras él. Mientras bajaban los altos peldaños esculpidos en la propia piedra, Nariel rompió finalmente el silencio que los había acompañado:
-¿Qué es este lugar? -se limitó a preguntar.
-Pronto lo verás. -repondió Thuryan con aire misterioso -Muy pocas personas en Bayz son conscientes de su existencia, por eso probablemente aún exista tal y como se construyó.
Pasaron unos minutos más de travesía hasta llegar al final de la escalera. Thuryan, que era algo más alto que Nariel dio media vuelta y apoyó sus brazos contra los dos extremos del angosto paso que los había llevado hasta allí, ocultando con su cuerpo la visión del interior de una cámara que se extendía tras él. Con un rápido movimiento, se giró hacia la sacerdotisa y quedando a escasos centímetros de su rostro le dijo:
-Espero que te guste.
Cuando Thuryan se apartó por fin de la entrada, Nariel pudo contemplar lo que parecía ser un santuario. Entre el escarpado suelo de la cueva, decenas de pequeñas bañeras naturales hacían mecerse con armonía el agua cristalina de su interior. La luz que iluminaba la estancia, de un verde oscuro que nacía en unos cristales de forma romboidal, se mezclaba con el líquido del interior de las piscinas, creando sobre el techo lleno de estalactitas un bello efecto de luces que seguía el movimiento del agua. La gran sacerdotisa se adentró un poco más en la cámara y cruzó una pasarela custodiada por el agua a ambos lados. En el final de la habitación, a una distancia considerable, vio una imagen que le resultó familiar. Un objeto que llamaba su atención por encima de todo lo demás y que la tentaba a acercarse.
A sólo unos pasos de ella, Nariel se arrodilló frente a ella mientras sonreía.
Mientras tanto, Thuryan la seguía por todo su recorrido dentro de la cámara. Sorprendido por la reacción de la gran sacerdotisa de Kôr. Espero varios minutos en silencio, observándola con el sonido de fondo del agua filtrándose entre las rocas. Tras unos minutos, Nariel abrió los ojos lentamente, y dirigió la mirada hacia su acompañante. Este cuando se percató, hizo ver que miraba distraidamente la estatua que momentos antes, Nariel veneraba.
-La diosa Kôr -anunció la sacerdotisa.
-Es... tu diosa ¿no? -le preguntó Thuryan dubitativo.
-Sí que lo es.
El rostro del joven se iluminó. Abrió la boca para decir algo más, pero se abstuvo. Finalmente, tras un breve silencio añadió:
-Pregunté a Eredior sobre los antiguos dioses y... sobre al que tu rendías culto. Por eso pensé que te agradaría verlo.
-Es precioso -respondió Nariel.
Thuryan se vio abrumado por el agradecimiento de Nariel. Tuvo que mantener un breve silencio interrumpido únicamente por los riachuelos de agua antes de poder seguir.
-Vengo aquí algunas veces, cuando necesito pensar. Incluso alguna vez, he mirado esta de un modo distinto a lo que siempre había hecho. ¿Quién sabe...?
El frecuente silencio que estaba llenando el fondo de la conversación volvió ha reinar durante unos instantes antes de que Thuryan dijese:
-Parece que las grandes fuerzas que rigen este mundo no ignoran todo lo que pedimos.
Nariel no tardó en comprender el trasfondo que las palabras de Thuryan traían consigo.
-Pensé que en Bayz, a excepción de los sacerdotes de la torre de Hann-an, nadie creía ya en los dioses ni en la magia.
-Y era así hasta hace poco... -la voz de Thuryan fue apagándose a medida que hablaba.
Se quedó mirando al suelo, cabizbajo sin ser capaz de ordenar sus propios pensamientos. Cuando alzó la vista, se topó con los ojos de Nariel, que le observaban con ese brillo inteligente que los caracterizaba. Algo le impulsó a seguir hablando.
-Quizás tuvieras razón... Quizás no todo lo que ocurre, lo que pensamos o sentimos pueda explicarse. Empiezo a creer, que algunas cosas ocurren sin que en ocasiones lleguemos a entender lo poderosas que pueden ser.


Un grito ahogado por la distancia la despertó sobresaltada de su sueño. Reconoció rápidamente su nueva habitación, la única que había conocido desde que partió de Ardân. Se levantó y puso rumbo al lugar de procedencia del ruido. Cuando llegó, pudo ver como Katne forcejeaba con Hlenn, que al parecer tenía en su mano una torta dulce.
-¡Habías dicho que me la darías! -le dijo este intentando llegar a la mano de la sacerdotisa.
-Te mentí -respondió burlona -Y no te la pienso dar.
Con un rápido movimiento, Hlenn se comió de un bocado el objeto deseado por el arquero. Con la decepción plasmada en su rostro, Katne pudo ver como la masticaba gustosamente y después reía a carcajadas cuando ya se la hubo terminado.
-Mi torta...
-¡Oh! Vamos ya te habías comido seis como esa -le recriminó Shannah ante su victimismo.
La conversación pronto pasó a otro plano cuando Thuryan apareció por la puerta. Venía vestido con las ropas que utilizaba para salir a la calle.
-Buenos días a todos.
Los Isïr, que estaban sentados alrededor de la mesa acabando con las existencias del joven investigador, le devolvieron el saludo. Yannâ le hizo rápidamente un sitio en uno de los bancos que Thuryan aceptó de buen grado. Nariel lo observó con detenimiento desde el marco de la puerta. El chico sonreía y hablaba agitadamente, como era costumbre en él. Recordó la actitud totalmente distinta que había tenido en el santuario de Kôr la noche anterior y sobretodo sus palabras, cargadas de esa intensidad que transmitió a través de su mirada: “ Empiezo a creer, que algunas cosas ocurren sin que en ocasiones lleguemos a entender lo poderosas que pueden ser”. ¿Qué habría querido decir con eso? La llegada de los Isïr a su vida podría haber alterado su juicio sobre las antiguas creencias. Pero por otro lado, ya conocía a los sacerdotes de Hann-an... De repente, algo la sacó de sus pensamientos.
-¿Nos acompañas, Nariel? -dijo una voz desde la mesa.
Era Yannâ, que le señalaba el suculento banquete para desayunar. Sin darse cuenta, había pasado varios minutos de pie, abstraída del resto del mundo.
-Sí, por supuesto.
No era propio de ella. Por muy peligrosa, extraña o tranquila que fuese una situación, nada lograba anular los precisos pensamientos de la gran sacerdotisa. Ese chico, era una persona totalmente diferente a las que había conocido antes. Despertaba en ella gran curiosidad...
Río para sí, de la atención excesiva que le estaba prestando y una vez más, alejó su mente de las conversaciones que mantenían sus compañeros en la mesa para dedicarse a pensar en otros asuntos que requerían mayor urgencia.

La mañana avanzó en la casa de Thuryan. Algunos de los Isïr ayudaban al joven a limpiar todos los platos y vasos utilizados para el desayuno. Mientras tanto, otros barrían o fregaban el suelo de la casa. El hecho de que tantas personas vivieran en una misma residencia prácticamente obligaba a todas ellas colaborar puesto que de no hacerlo, sería un caos constante de ropas, restos de comidas y cenas por todas partes.
Con todos ocupados en esos quehaceres, alguien llamó a la puerta. Fue Valten el primero que se acercó a abrirla, pensando en Eredior como la persona más probable que se encontrara tras la puerta. Pero pronto se percató de que no era así. Tres guardias de la ciudad le miraron extrañados cuando este abrió la puerta y le vieron con un pañuelo blanco, lleno de polvo, atado a la frente.
-Tenemos un mensaje para Thuryan. -dijo uno de los soldados con sequedad.
Valten miró a los tres sin decir una palabra, con los ojos cargados de odio. Se adentró con calma al interior de la casa. Aún no había perdonado el trato que le dieron aquellos individuos con su llegada. Ni lo perdonaría jamás...
Thuryan atendió a los soldados con amabilidad hasta que estos se fueron. Cuando cerró la puerta, se apoyo contra esta con aire pensativo. Los Isïr, que permanecían expectantes a alguna aclaración por su parte, no pudieron esperar y preguntaron finalmente a Thuryan.
-Mardur os llama de nuevo a su presencia esta misma tarde.

Volvían a encontrarse en la misma plaza donde se reunían los habitantes de Bayz. Era hasta cierto punto cómico, puesto que la situación había comenzado ha hacerse familiar para muchos de los Isïr. Como de costumbre, pasaron varios minutos antes de que Mardur, el líder de la ciudad, ocupara su puesto en la balconada. Thuryan de nuevo, esperaba a un lado de los aventureros para traducir lo que este dijera.
-Os hemos reunido de nuevo por que ya hemos tomado una decisión respecto a vosotros. Vuestras intenciones han sido, tal y como prometisteis pacíficas. Después de convivir con nosotros, consideramos que no sois una amenaza para Bayz.
Entre las gentes que llenaban las localidades de la plaza pareció iniciarse un murmullo de aprobación. Las semanas que habían pasado desde el primer encuentro con las gentes de Bayz habían dado la razón a los Isïr, los cuales, poco a poco, se mezclaban en el día a día de sus habitantes. Aún no dominaban el idioma y estarían muy lejos de hacerlo, pero cierto era que los nativos se habían acostumbrado a su presencia. Volvió el silencio de nuevo cuando el líder de la ciudad siguió hablando.
-Podréis quedaros en la ciudad. Resguardaros, al igual que nosotros, tras los muros de Bayz que tanto tiempo nos han protegido de los enemigos.
Un aplauso en favor de los nuevos habitantes de la ciudad se inició en uno de los extremos de las gradas. Pronto se extendió por toda la circunferencia del gentío. Los Isïr observaron con asombro el aprecio que aquellas gentes, hurañas y reservadas desde el principio, habían terminado por ofrecerles. Pero, en medio del revuelo, una atronadora voz se alzó sobre el aplauso haciéndolo a su vez silenciarlo.
-¿Eso quiere decir que nos ayudarás en nuestra busca de la espada? -dijo Valten dando un paso al frente.
Thuryan le observó con los ojos abiertos por la sorpresa, dudando de si tendría que traducir esa parte. Al ver que no lo hacía, Valten se giró hacia el joven, inquiriendo con la mirada que así lo hiciera. Vacilante, finalmente se resignó.
Para sorpresa de los Isïr, no fue ira lo que advirtieron en la reacción de Mardur, sino cansancio. El hombre permanecía en silencio, observándolos a todos distraidamente. Finalmente habló:
-Veo que no vais a resignaros a quedaros aquí, a salvo. A disfrutar de la hospitalidad que os ofrecemos.
-Así es -respondió Katne.
-En ese caso... No hay nada que podamos hacer por vosotros. No nos involucran vuestras leyendas ni vuestros dioses.
Esta vez fue Shannah quien se dirigió a Mardur.
-Solo os pedimos soldados que nos ayuden en el paso de Ostrang, solos no podemos enfrentarnos a tantos enemigos.
-Mira nuestro pueblo. Vivimos gracias a nuestra fuerza y determinación. Si pudimos vivir cuando... si aguantamos el azote de los trece fue porque no creímos en el favor de los dioses, nos encerramos tras estos muros. Confiamos en nuestra propia fuerza, no en la de ellos.
>>Fuimos en contra de toda Rüen y eso es lo que nos permitió sobrevivir. No vamos a entregaros a los hombres que nos defienden para que mueran en una batalla sin sentido y dejar expuesta nuestra ciudad.
La rabia y la ira empezaron a apoderarse de los corazones de los Isïr. Parecía imposible que entre tanto sufrimiento y penalidades que los supervivientes habían pasado para contener a los takhä, no decidiesen ayudarlos para, al fin, abandonar la crítica situación que vivían. Liberarse de esos muros que eran a la vez que su seguridad, su prisión. Pero era inútil. Las gentes de Bayz no atendían a cualquier cosa que sus ojos no pudieran ver. Estaban encerrados en sus convicciones. Prisioneras como ellos mismos lo estaban tras esos colosales muros de hierro.
Nariel observaba con tristeza como algunos de sus compañeros discutían a voces con Mardur, en un fútil intento por hacerle cambiar de opinión. Finalmente, la gran sacerdotisa se acercó al centro de la plaza, y se giró para posar una mano sobre el hombro del general Valten, el cual en ese momento gritaba.
-Dejalo comandante, no conseguiremos nada.
La voz de la sacerdotisa sonó tan dulce en el oído del guerrero que no pudo evitar prestarle atención. El guerrero escupió en el suelo de arena y retrocedió unos pasos hasta encontrarse con el resto de sus compañeros. Algo más calmados, iniciaron una rápida discusión entre ellos. Hablaron durante unos minutos, sin alzar excesivamente el tono de voz.
Thuryan esperó alejado del circulo que estos habían establecido para hablar entre ellos. Había pasado las últimas semanas totalmente integrado entre los Isïr, pero en cierta manera se sentía fuera del grupo. El deber, en cierta forma sagrado que ellos tenían, lo alejaba con fuerza de ellos. Tras unos minutos, el joven vio como el circulo se disolvía y Nariel, que hacia con frecuencia de representante de la compañía, se adelantó al resto.
Desde que habían entrado en la plaza aquella tarde, Thuryan había temido lo que justo estaba a punto de ocurrir. No podía soportar esa idea, por alguna razón... Finalmente la gran sacerdotisa Nariel dijo con convicción inquebrantable:
-Os damos las gracias en nombre de los Isïr y de la propia Ardân por vuestra hospitalidad. Pero no permaneceremos en este lugar por más tiempo. Partiremos mañana al alba.

martes, 7 de diciembre de 2010

Capítulo 10: Una nueva esperanza


Estaban de nuevo bajo el enorme arco de la entrada, pero esta vez era diferente. Lo que en tantas ocasiones era una sensación de fascinación ante la colosal estructura, esta vez no era más que el preludio a algo mucho mayor. En completo silencio, los Isïr permanecían al pie de la torre de mármol a la espera de que el sacerdote que les guiaba les abriera las puertas.
Era únicamente la compañía la que iba a entrar en el edificio de mármol, pues Mardur les había concedido ese privilegio sólo a ellos, ni siquiera Thuryan, miembro de importancia en Bayz, podía traspasar sus puertas. Por su parte, Eredior, quien sí disponía del permiso de los sacerdotes de la torre, había decidido acompañar a los Isïr y ayudarlos en todo lo posible.
-Esta es la torre de Hann-an -dijo el sacerdote con orgullo- antes de la llegada de los trece, este lugar sagrado había servido como centro de Bayz. Un lugar de culto, de veneración de los dioses.
El hombre de pelo cano y arrugas prominentes se dio media vuelta, dándoles la espalda a sus oyentes para así abrir la puerta. Cuando ya hubo colocado una mano sobre una de las macizas puertas del portón, añadió con tono sombrío:
-Cuan han cambiado las cosas...
Con un pesado esfuerzo, el sacerdote empujó las puertas para así dejar entrever una estancia de belleza incomparable. Si el exterior de la torre mostraba en alguna de sus partes majestuosidad, era en el interior donde se ridiculizaba esa visión. La entrada daba a un largo pasadizo, cubierto por un techo de una altura inmensa, tan grande que entre sus bigas volaban las aves que habían construido en los puntos más altos sus nidos.
En su parte mas occidental, el lugar poseía unas ventanas que llegaban hasta el techo. Por ellas entraba la luz del exterior, dando un juego del color carmesí del cielo de Rüen con el mármol pulido de Hann-an.
A lo largo del pasillo, se erigían a ambos lados de una extensa alfombra roja una serie de figuras con motivos míticos. Esculturas también de mármol que recordaban episodios de la pugna entre los trece y los nueve reyes, así como la cosmogonía del mundo e incluso sobre el origen de los hombres. Las armas de los héroes y dioses a los que encarnaban esas figuras estaba hechas de oro, un oro puro que a la menor incidencia de luz relucía con intensidad.
Los Isïr permanecieron varios segundos en la entrada, en una mezcla de un impulso por acercarse descubrir todo lo que guardaba la torre de Hann-an dentro de sus muros y a la vez de no penetrar en un lugar tan sagrado como lo era aquel. Finalmente, abrumados decidieron seguir al sacerdote que ya se encontraba a la mitad de la estancia.
El sacerdote los guió hasta unas escaleras de caracol. Estas subían por la torre dejando a banda y banda de los peldaños una peligrosa caída. Pese a ser más bien anchas, tanto en su parte interior como en la exterior las escaleras no tenían ningún tipo de barrotes o pequeño muro. De esta forma, a medida que los Isïr y Eredior avanzaron en la subida, pudieron admirar con libertad como a lo largo de los diferentes pisos se repartían toda una serie de estancias con fines muy diversos. Bibliotecas y salas de culto se presentaban ante los ojos de la compañía a medida que ascendían. Finalmente, tras un largo tiempo de trayecto, el anciano se desvío de las escaleras para acceder a una puerta decorada con relieves dorados. El sacerdote asió una anilla pesada que descansaba dentro de la cabeza esculpida de un león sobre la puerta y la hizo chocar contra la misma. Mientras esperaban respuesta por la llamada del sacerdote, los Isïr escudriñaban las representaciones del portón con gran interés.
Era una puerta de laborioso trabajo, llena de esos dibujos en relieve y que mostraban un claro indicio de que esta debía de tener una importancia singular. Destinadas a guardar algo de gran importancia.
En medio de todas esas cavilaciones otro de los sacerdotes de la torre, como otros tantos que los Isïr habían visto en el transcurso de la subida por la escalinata, abrió la puerta y les dejó pasar. El sacerdote, otro anciano de cano cabello, les hizo esperar en una antesala mientras se adentraba en otra de las estancias con prisa. Al cabo de unos minutos, volvió a aparecer y les invitó a que les acompañara. En el centro de la habitación, un hombre vestido con una larguísima túnica decorada con incrustaciones doradas permanecía sentado sobre un trono de mármol. En su mano derecha, descansando la punta sobre el suelo, sostenía un báculo en el cual también brillaba la piedra de Mardur, tan utilizada en la ciudad de Bayz. El hombre, al ver llegar a los Isïr se levantó de su asiento y bajó los escasos peldaños que distanciaban su trono del suelo.
-Bienvenidos a la torre de Hann-an. Soy Iuris, sumo sacerdote de Nûr.
Después de su presentación, los sacerdotes que habían guiado a los Isïr hasta la parte superior de la torre se inclinaron con veneración. Conducta que la compañía creyó conveniente imitar.
-Vuestra llegada ha causado gran revuelo en la torre de Hann-an. En nombre de nuestra orden, he de dar las gracias a los dioses por vuestra llegada. Largas generaciones hemos vivido bajo el yugo de los líderes de Bayz, han rechazado nuestra doctrina y condenado a nuestra fe a permanecer encerrada entre estos muros.
A medida que el sumo sacerdote de Nûr hablaba, un marcado sentimiento de amargor se dibujaba en su rostro, cada vez mas visible.
-Siempre defendimos la existencia de otro mundo lejos de la ciudad de Bayz, no toda la vida se limitaba al interior de estos muros. ¡No es posible! -exclamó Iuris -el hecho de que no se nos permita disfrutar de ella a causa de los takhä no debería significar lo contrario...
>>Es por ello que gracias a las noticias de vuestra llegada que nos comunicó nuestro aliado Eredior, volvimos a creer en un futuro distinto para la ciudad y sus habitantes, que ya tan lejos están de las antiguas enseñanzas de los dioses. Nos enviaron incluso a su hijo, Perkhathep pero fue demasiado tarde... Bayz ya se había alejado de los tiempos de las profecías y los mensajes divinos.
Las palabras de Iuris, sumo sacerdote de Hann-an causaron sobre los Isïr una gran conmoción. Eran totalmente opuestos los pensamientos y formas de vida que se llevaban en la torre y el resto de la ciudad. La fuerte fe de los sacerdotes habían permitido que los antiguos ritos permanecieran impasibles al paso del tiempo y el agresivo aislamiento de Bayz. Eran sólo los antiguos textos y la adoración a los dioses lo único que ocupaba las mentes de los sacerdotes de Hann-an.
-¿Quien es Perkhathep? -preguntó tras un largo silencio Yannâ.
-Acompañadme, pues hablará mucho mejor su recuerdo que yo mismo.

Hlenn cerró los ojos e inhaló una bocanada del fresco aire. Cuanto tiempo había pasado ya desde la última vez que había tenido esa sensación. Sonreía mientras poco después pudo ver como los últimos rayos del sol se ponían en el horizonte bajo la espesa capa de nubes que cubría el cielo.
Eran muchas las maravillas que la torre de Hann-an albergaba en su interior, pero esta sin duda las había superado a todas. La gran altura del edificio, que desde el exterior no parecía extinguirse jamás, encontraba su fin sobre la cúpula que cubría el cielo de Rüen. Cuando los Isïr, guiados por el sumo sacerdote de Nûr, llegaron a la terraza de la torre pudieron volver a ver el cielo azul y el sol. Pero había algo más en aquel lugar que llamó especialmente la atención de la compañía. Una inmensa águila, con un semblante majestuoso y las alas desplegadas los observaba desde lo alto de un podio.
-Este es Perkhathep -dijo Iuris alzando una mano en dirección a la estatua- el hijo de los dioses. Conocemos su existencia gracias a los antiguos escritos de nuestros predecesores, los cuales vivieron el día en el que descendió de los mismos cielos para acudir en nuestra ayuda. Pero fue la falta de fe de este pueblo quien acabó con él y el que nos condenó a esta vida.
La ira se apoderó de las palabras del sumo sacerdote, quien a pesar de su avanzada edad se resentía ante nada y aún conservaba fuerzas para condenar la situación de Bayz. Iuris abrió la boca en un impulso por añadir algo más, pero finalmente cerró los labios y calló.
-¿Que ocurrió con Perkhathep? -quiso saber Nariel tras la confusa leyenda del águila.
Iuris alzó sus pobladas cejas que ocultaban la mirada del anciano. Cuando lo hizo, Nariel pudo ver como los ojos de un azul intenso del sumo sacerdote se clavaban en ella.
-Veo que no consideráis las antiguas leyendas como una simple historia. Realmente creéis en ellas, no es así ¿gran sacerdotisa de Kôr?
La sorpresa se dibujó por un instante en el rostro de Nariel. No había hablado, al igual que el resto de las sacerdotisas de los Isïr, sobre el culto que mantenían a sus dioses, siquiera a Thuryan, con el que mantenía distendidas conversaciones en las noches en los que ninguno de los dos encontraba el sueño.
-En Ardân sí que las consideramos como parte de nuestro pasado, del funcionamiento del mismo mundo. -contestó Nariel una vez repuesta de su sorpresa.
El anciano sonrió conciliadoramente y acto seguido se dispuso a continuar con su relato:
-Hace doscientos años, en un día como el que todos transcurre en la ciudad de Bayz sus habitantes pudieron ver como la misma cúpula de nubes se abrió para dejar un gran vacío en el cielo. De esa puerta apareció una estela dorada que descendió por el aire hasta llegar a esta misma torre. La sagrada criatura estaba herida y con enormes dificultades logró caer sobre este mismo punto de Hann-an. Aquellos de los nuestros que en ese momento se percataron de lo sucedido llegaron hasta aquí para poder verlo. Pese ha estar muy grave, con una gran herida en el pecho, el ave conservaba una elegancia sobrenatural. Sus plumas brillaban con luz propia, un aura que parecía diferenciarla del resto de cosas que llenan el mundo.
>>El sumo sacerdote de la orden, Urusun, pasó un brazo por el cuello del animal. Este reaccionó al tacto y giró levemente su cabeza y Urusun vio unos ojos que mostraban una gran inteligencia. Al ver el rostro del sacerdote, la mirada del águila se llenó de lagrimas y fue en ese instante cuando Urusun oyó claramente, como si le susurraran en su propio oído, una voz profunda que como que venida de ninguna parte le dijo: “Os he encontrado al fin... No todo está perdido”. Tras esto, la mirada del águila se apagó y su cuerpo empezó a esparcirse como llevado por el viento, hasta que no quedó nada de él.
Los Isïr permanecieron en silencio después de escuchar el relato del sumo sacerdote. No encontraban la manera de interpretar aquella leyenda, de como relacionarla con la realidad que estaban viviendo. De como podría ayudarles en la búsqueda de la ansiada espada de Naresh.
Pero ahora se presentaban nuevas perspectivas en el viaje de los Isïr. Tal y como dijeron hacía tiempo, fueron los descubridores si, pero no sólo de las tierras yermas del desierto rojo, sino de la ciudad de Bayz. Y aún de más cosas que escapaban a su propia imaginación.

Nariel despertó tras una terrible pesadilla. Un sudor frío recorría su espalda, sólo cubierta por finos ropajes que la refrescaban frente al insoportable calor de Bayz. Se levantó de su cama y cogió uno de los mantos que utilizaba para frecuentar las calles de la ciudad. Al salir al exterior, sus pasos la condujeron directamente al taller de Thuryan. Pero esta vez, no pudo ver luz que se colara bajo la puerta. Algo confusa, dio media vuelta y se dispuso a volver a casa. En ese instante, oyó unos pasos que se acercaban a ella desde la sombra. Sonriendo, dio media vuelta.
-Buenas noches Thuryan.
En ese momento el rostro del joven que estaba totalmente concentrado en silenciar sus pasos se transformó en una sonrisa cálida, acompañada por la mirada intensa que la sacerdotisa había visto en Thuryan desde el primer día que buscó en sus ojos.
-Siempre lo son cuando me acompañas en las veladas nocturnas.
La conducta de Thuryan para ella siempre había sorprendido a la sacerdotisa. El gran carisma y liderazgo de Nariel siempre había procurado que los demás mostraran con ella un gran respeto. Pero el joven, lejos de no mostrárselo, había llegado a un punto distinto... Era diferente, sentía que estaba cerca de ella pero sin que eso llegara a incomodarla. Por ese motivo, ella también disfrutaba de sus conversaciones nocturnas. Más incluso de lo que ella mismo creía.
-¿Cual es el motivo de que no te encuentre en tu taller? -preguntó Nariel.
-Esta noche no quería seguir con el nuevo proyecto. He pensado en algo mejor. Me preguntaba si... te gustaría acompañarme.
La gran sacerdotisa le miró extrañada. Tenía que ser algo muy poderoso lo que alejara a Thuryan de su trabajo. Con algo de curiosidad asintió.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Capítulo 9.2: Bayz


Ante el asombro que despertó en sus oyentes, que esperaron con impaciencia una explicación, Thuryan guardó silencio y les miró largo rato mientras pensaba lo que iba a decir. Finalmente empezó ha hablar despacio.
-Me encontraba en la muralla cuando aparecisteis de la nada. Escuché que los hombres se daban la voz de alerta y dirigían los cañones hacia las figuras que se aproximaban solitarias a la ciudad. Era poco común que un grupo tan reducido se aventurase a atacar sólo, pero cosas más extrañas aún hemos visto...
>>Esperé con algo de curiosidad que dispararan. Acababa de acoplar una nueva piedra al artilugio y quería comprobar si funcionaba bien. Tal y como imaginé, el torrente de energía salió propulsado con más fuerza de la que tenía antes e impactó con violencia contra el enemigo. Pero fue entonces cuando lo oí. Uno de los atacantes gritó haciendo un sonido poco común. Extrañado, me puse las gafas para verlo aumentado en la distancia y entonces os vi... Rápidamente les hice detener el cañón y mandé una partida de hombres para que os capturaran.
El joven de Bayz observó a los Isïr con aire dubitativo. Escudriñaba sus rostros en busca del perdón por la bienvenida dada, en un intento por que comprendiesen su situación.
Un tensó silencio invadió la sala de nuevo. Hasta que la domadora Shannah tomó la palabra:
-No deberíamos darle más importancia, fue todo una desafortunada confusión. ¿No crees, Valten?
Valten posó sus ojos sobre los de Thuryan. Por un instante, el joven de Bayz sintió el peligro que sobrecogía a sus enemigos cuando este les clavaba la mirada. Finalmente, rió a carcajadas.
-Demasiadas habladurías son estas. No somos diplomáticos por los dioses. Además, hace algo más que esa lucecita para ocasionar daño alguno a un comandante de Ardân.
Ante la fanfarronería de Valten, el resto de los miembros que ocupaban la sala no pudieron evitar unirse también a las risas.

Pasaron los días en la casa de Thuryan. Eredior, el historiador de Bayz tan curioso como su amigo, frecuentaba la casa de este para relacionarse con los Isïr. Podían entenderse, ya que él también conocía la lengua antigua, de hecho, fue él mismo quien enseñó a Thuryan. La compañía alimentaba en gran medida su interés profesional, aunque más cierto aún sería apuntar que poco a poco, al margen de esta motivación gremial, se estaban convirtiendo en buenos amigos.
Por orden de Mardur, el líder de los habitantes de la ciudad, los Isïr estaban a cargo de Thuryan hasta que se decidiera algo acerca de ellos. Mientras tanto, la compañía permanecía un tanto aislada del resto de la población. Por una carta llegada a manos de Thuryan a través de un mensajero, los extranjeros no podían salir del hogar en horas de mayor afluencia de gente. Cuando se les permitiera hacerlo, no podrían estar más de unas horas.
Pese a estas restricciones, los Isïr esperaban con ansia la oportunidad de escabullirse y deambular por las calles de la ciudad. Cuanto más se internaban en el núcleo periférico de Bayz, más fascinante les resultaba. Era tan difícil de describir... Eran tantas las diferencias que habían entre esas gentes y la vida en Ardân que pese ha haber pasado decenas de veces por un mismo lugar, al volver aún descubrían nuevas cosas que llamaban su atención. No obstante, la ciudad presentaba un aspecto deprimente. Desprovista de vegetación, a excepción de los escasos terrenos dedicados al cultivo, Bayz despertaba en los Isïr una sensación claustrofóbica, a la sombra de sus altos muros. Todo parecía estar detenido en un momento preciso del tiempo, en un mismo día, que parecía repetirse cada vez que amanecía. Todo era siempre igual. El cambio, baluarte de la vida, su máxima representación no tenía cabida entre esos muros.
Entendían pues, el comportamiento que los nativos habían tenido y que aún tenían muchos de ellos, con su llegada.

Una de las noches en la casa de Thuryan, Nariel, gran sacerdotisa de Kôr, se levantó del lecho donde descansaba.
Cada día le costaba más conciliar el sueño. Era ese ambiente cargado, yermo, sin vida que en su alma provocaba un vacío. Reía sin ganas, se sentía débil y sin fuerzas. Hastiada, salió de la habitación sin hacer el más ínfimo ruido, buscando el aire más puro del exterior.
En la espesa oscuridad de la noche de Rüen, Nariel subió a una pequeña terraza que daba a la parte superior de la casa. Llevaba varios minutos observando el resto de la ciudad que ahora dormía. Pasadas unas horas, al alba, esa paz se interrumpiría para dar paso a un nuevo día. Las rutinas volverían a llenar sus calles. Un día como todos los otros en Bayz.
Pero algo la distrajo de sus pensamientos. Un sonido metálico, venido de una de las calles contiguas a la casa resonó en la oscuridad. Alertada, Nariel se acercó al borde de la terraza.
Thuryan, el joven investigador de la ciudad, había perdido una de las piezas metálicas que llevaba en brazos. Torpemente intentó liberar una de sus manos para alcanzar la pieza que había caído, como era de esperar, cayeron más y no tuvo otro remedio que dejarlas ahí y volver más tarde.
Nariel sonrió ante la escena. Como la primera vez que lo vio, la necesidad del joven a no dejar de moverse en ninguna circunstancia le dibujaba una leve sonrisa en el rostro, cosa que cada vez que lo veía se repetía.
El joven volvió a recoger las piezas que había perdido en su anterior viaje y se inmerso en una de las casas contiguas a su vivienda. Thuryan trasteaba con extraños artilugios y cántaros que hervían al fuego. Concentrado en su tarea, no se percató de la presencia de Nariel.
-¿No deberías estar durmiendo?
Thuryan sacó al instante la cabeza por encima de todo lo que descansaba sobre la mesa. Al identificarla, relajó sus facciones, tensas tras la repentina aparición.
-No... podía dormir. ¿Que os trae a vos a aquí, Nariel?
-Supongo que lo mismo. -respondió la sacerdotisa.
Hubo un breve silencio, Thuryan recorrió la habitación con su vista hasta que se topó con la mirada de Nariel, la cual sonrió mostrando una dulce sonrisa.
-¿Que haces en este lugar pues? -preguntó la sacerdotisa.
-Trabajo en nuevos usos para la piedra de Mardur.
Apartó de su mesa unos cuantos folios y de uno de los cajones extrajo una piedra de un color azul tenue, que relucía bajo la luz de la estancia. Al mínimo movimiento, el interior de la gema cambiaba su color, dependiendo del distinto angulo de incidencia de la luz.
Maravillada, Nariel tardó varios segundos hasta apartar los ojos de la piedra. Cuando volvió a mirar al joven, este sonreía.
-Gracias a esta pequeña, vivimos aquí en Bayz. Es la fuente de la energía que damos a todas las cosas.
-¿Es un objeto mágico? -preguntó la sacerdotisa.
-¿Que? -dijo Thuryan extrañado – Magia... en ocasiones la ciencia se confunde con ella sin duda, pero todo tiene una explicación.
>> La piedra de Mardur contiene una cantidad de energía increíble en su interior. No sabemos de donde procede, la encontramos cerca de los Muros de Roca, incrustada. La utilizamos para todo en Bayz. Mediante un sistema que canaliza su energía, podemos explotarla llegando a ser una fuente inextinguible de energía. De hecho, desde que mi padre descubrió el modo como aprovecharlas, no se ha tenido que substituir ninguna piedra en toda la ciudad. El sistema eléctrico, calefactor... todo funciona con ellas.
-Y... ¿puedes explicar eso? -le propuso Nariel.
-¡Todo en esta vida tiene una explicación! Absolutamente todo. El hecho de que aún no haya encontrado la fuente de su inagotable energía no quiere decir que no la haya. Probablemente supere la vida decenas de generaciones humanas y por lo tanto, aún no lo hemos llegado a ver...
-No todas las fuerzas de este mundo están bajo nuestro control. De hecho, son pocas las que podemos controlar y son precisamente aquellas que menos fuerza poseen...
Un gesto de incertidumbre se dibujó en el rostro de Thuryan el cual contestó:
-Aún no habéis visto de lo que es capaz. Observad. Si sois tan amable de acompañarme...
-Te lo ruego, deja de usar un trato tan distante. -Thuryan sonrío amablemente y contestó:
-Esta bien, Nariel.
Una de las puertas de la estancia daba al exterior, un patio rodeado de varias construcciones. El joven se dirigió a una de las esquinas donde descansaba, apoyado en la pared, un objeto alargado en forma de bastón. Una lanza. En su punta, como en la del resto de los soldados de la ciudad, brillaba una luz celeste. Thuryan dirigió ese extremo hacia un montón de arena situado en el lado opuesto del patio.
-Ahora verás, Nariel, a lo que me refería.

Fue esa mismo día, al alba, cuando llamó a casa de Thuryan un emisario de Mardur, que traía consigo la orden de llevarse a los extranjeros. A media mañana, los Isïr, en compañía de Eredior y Thuryan, se dirigieron a la plaza donde se reunía la asamblea de la ciudad.
De nuevo sobre su arena y con las localidades repletas de los habitantes y el cuerpo de guardia, el líder de la ciudad, Mardur, volvió a aparecer tras la oscuridad de la balconada.
-El líder os da la bienvenida de nuevo a esta asamblea. -tradujo Thuryan en voz baja para los Isïr.
La compañía dedicó un saludo respetuoso. No tendría el mismo significado para las gentes nativas de la ciudad, pero esperaban que al menos comprendieran que era digno de un personaje tan importante como el máximo dirigente de Bayz. Mientras seguía hablando, Thuryan traducía al mismo tiempo.
-Tras días de discusiones y debate, hemos decidido en primer lugar, que debéis ser tratados con la misma hospitalidad que cualquier habitante de Bayz. Son grandes nuestras diferencias, aunque son aún más marcadas nuestras similitudes y es por este hecho que os consideramos cercanos a nosotros y merecedores de ese derecho. Pese a todo, seguiréis bajo vigilancia. Pues aún desconocemos vuestras intenciones...
>>Thuryan nos ha mantenido al corriente de vuestra situación, y nos ha informado en gran medida de lo ocurrido. Pero, decidme ¿De verdad es tan ciega esa fe que os conduce a buscar esa espada sin estar seguros de su existencia? Por no mencionar el hecho, de que una sola espada no aseguraría para nada...
Antes de que terminara de hablar, Katne dio un paso al frente e interrumpió a Mardur con brusquedad.
-¡Existe! No puede ser de otra forma. No nos habríamos aventurado a salir de Ardân, a pasar por todas las dificultades... - y apretando con fuerza el mango de la espada de Sayrz, prosiguió -a perder todo lo que hemos perdido. No por una simple corazonada... Hay algo, una fuerza que nos empuja a seguir adelante, con la certeza de que seguimos el camino correcto.
Cuando Thuryan terminó de traducir las palabras del joven arquero, Mardur empezó a reír con una carcajada que llenó toda la plaza. Su voz recia resonó cuando continuó en un tono más elevado.
-¡Que habría sido de la gran Bayz si nos hubiéramos dejado guiar por antiguas leyendas! Se mezcla en mi una admiración por vosotros y a la vez una total tristeza, pues no puedo evitar pensar que debéis estar cerca de la locura. Mucho tiempo vagando por las tierras rojas...
Las palabras del líder de la ciudad de Bayz golpearon con fuerza la fe de los Isïr, esa fe que los había llevado tan lejos, sin siquiera vacilar un segundo en el buen fin de su empresa. Pero ahora, rodeados de todo ese gentío, que los observaba y se reía de ellos entre susurros, se planteaban si realmente Mardur podría llevar razón. Más aún, cuando no llegaron a ver con sus propios ojos la espada de Naresh.
-Que vosotros neguéis el pasado, no justifica que nos neguéis a nosotros su veracidad. -dijo Hlenn con estas palabras -una de las cosas más dispares que he visto entre nuestras dos culturas es esta, ha desaparecido de vuestras vidas el respeto y la veneración de lo sagrado, de la misma vida. Todo ha parecido quedar atrás para dar paso a un mundo vestido con hierro, polvo... y esa piedra.
Mardur quedó sorprendido ante las palabras de la arquera. Pero no fueron tanto sus palabras sino como lo fue el brillo que destilaron sus ojos. Esa chispa que sólo tienen aquellos que en su poder albergan una poderosa verdad, una por la que pueden llegar a luchar contra quien sea y contra lo que sea. Mardur observó los rostros de los Isïr, llenos de ese poderoso orgullo. El honor que hacia tanto tiempo que había desaparecido entre las gentes de Bayz, un difícil camino que seguir cuando urge la supervivencia. Impresionado por esos extranjeros, Mardur alzó su mano y apuntó con ella hacia una construcción colosal que se levantaba en el centro de la ciudad.
-Hay algo entonces sacerdotisa que vos y vuestros compañeros deberíais ver.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Capítulo 9: Bayz


Una extraña sensación, mezcla de asombro y felicidad se apoderó de los Isïr. Sonriendo, Nariel se adelantó al resto de sus compañeros.
-¿Hablas nuestra lengua?
El joven permaneció unos segundos en silencio, escogiendo de un modo adecuado la mejor forma de expresar sus ideas.
-Y es también nuestra -se limitó a contestar el joven.
Sin dar tiempo a que la sacerdotisa dijera algo más, abordó al grupo con un mar de preguntas.
-¿Como es que sois tan distintos a los takhä? No habíamos visto nunca una variante de vuestro tipo. ¿Acaso... no lo sois? Y si es así, ¿Qué sois?
Nariel no pudo evitar sonreír. Había algo de aquel individuo jovial que le transmitía confianza.
-Todos mis compañeros, al igual que yo, venimos desde la ciudad de Ardân, más allá de la cordillera de Kalim. Partimos...
-¿¡Una ciudad!? -interrumpió el joven, perplejo.
-¡Así es! -confirmó Katne, que atrajo la atención del habitante de la ciudad del hierro.
Aún sin palabras, se alejó de los Isïr, bordeó el circulo formado por la guardia y se acercó a la balconada donde el hombre del parche en el ojo permanecía a la espera, con claros signos de impaciencia.
Al igual que para la compañía había supuesto el hallazgo de la ciudad, la noticia de la existencia de vida fuera de las murallas causó en los habitantes de la ciudad del hierro una gran conmoción. El individuo de túnica blanca aún explicaba algo cuando la figura corpulenta que hasta entonces había presidido la balconada, desapareció en las sombras dejándole con la palabra en la boca. Tras unos segundos, volvió a aparecer por una de las puertas que daba al centro de la plaza acompañado de su séquito. El circulo de soldados se abrió, dejándole paso mientras hincaban una rodilla en señal de respeto.
Algo incómodos, los Isïr vieron como el hombre se acercaba decidido hacia ellos con el joven intérprete a sus espaldas. Se plantó a unos pasos de ellos mientras algunos guardias les apuntaban al cuello con sus lanzas. Desde atrás, pudieron distinguir la voz del joven.
-Mardur quiere saber vuestros nombres.
-Bien, -dijo la sacerdotisa. -estos son el comandante Valten y su capitán Viktor.
Valten asintió ligeramente con la cabeza en señal de saludo mientras que Viktor aún seguía mirando desafiante al soldado que le había atacado, permaneciendo ajeno a la conversación.
-Este es Katne, comandante de la compañía de arqueros. Hlenn y Yannâ sacerdotisas de Kûr. Y a mi derecha se encuentra Shannah, domadora. Y yo soy Nariel, gran sacerdotisa de Kôr.
El joven permaneció unos segundos en silencio. Después, se limitó a traducir las presentaciones en su lengua, para que el resto las entendiera.
Al oír los nombres de cada uno de los Isïr, el hombre del parche pareció serenar su desconfianza ante los extraños. Acto seguido, volvió a realizar otra pregunta que de nuevo tuvo que ser traducida.
-Pregunta por Ardân.
De nuevo Nariel, que había tomado el liderato del grupo, fue la que respondió a las preguntas de los nativos de la ciudad del hierro.
-Desde tiempos inmemoriales, nuestra ciudad ha existido en la parte más occidental de Rüen. Tras los amplios muros de Ardân, contuvimos la embestida de las tropas de los trece demonios en el tiempo en que toda Rüen cayó... o por lo visto, eso creímos.
>> Conseguimos resistir cientos de años gracias a las buenas defensas y a un sistema que nos permitió no tener que abandonar los muros. Más allá, eran sólo tierras yermas y los innumerables todo lo que podían alcanzar a ver nuestros ojos.
Mientras Nariel seguía con su explicación, el joven traducía al instante lo que la gran sacerdotisa decía.
El resto de los Isïr pudieron ver en la mirada de Mardur una cierta simpatía. No era necesario, por el estado de la muralla exterior de la ciudad del hierro, que les explicasen los continuos ataques que al igual que Ardân, ellos mismos también habrían recibido.
El corpulento individuo prestó gran atención en todo el relato de Nariel, pero se mostró especialmente interesado en lo que refería al viaje de los Isïr hasta que llegaron hasta la ciudad.
Cuando la gran sacerdotisa terminó, el traductor siguió hablando con Mardur. Mantuvieron una conversación algo extensa. Por lo que podía interpretarse guiándose por el lenguaje corporal, el joven trataba de convencer a su superior sobre algo. Tras unos minutos, Mardur calló con aire dubitativo y finalmente asintió ante la prerrogativa de su subalterno. Este sonrió alegremente e hincó su rodilla agachando su cabeza hasta casi tocar con ella, en una muestra de profundo agradecimiento. El corpulento individuó lo miró un instante antes de dar media vuelta y, acompañado de sus hombres de nuevo, desaparecer por una de las salidas de la plaza.

Al igual que el resto de la ciudad, la casa despertaba una inmensa curiosidad en todos los sentidos. La fachada, construida con el hierro rojizo característico de toda la ciudad, apenas tenía ventanas, algo que llamo la atención de los aventureros. El material tenía relieves que se antojaban en todas direcciones y sin una función específica. Como la muralla y el resto de las construcciones de la ciudad, parecían haberse utilizado ya anteriormente y reciclado para edificar estas.
El interior de la casa del joven traductor era bastante grande. Sobre mesas y estanterías que se repartían por todo el habitáculo, descansaban extraños artilugios y cántaros transparentes llenos con extraños líquidos de colores muy diversos.
-Tomad asiento donde podáis. Estáis en vuestra casa. -dijo el anfitrión mostrando una espléndida sonrisa.
Era un joven muy enérgico, incapaz de estar quieto mucho tiempo en un mismo lugar. Esta faceta también se veía reflejada cuando mantenía una conversación, parecía que sentía cierta repulsión a los silencios.
Con algunas dificultades, se acomodaron en lo que parecían unos rudimentarios taburetes de hierro, esparcidos por la sala en la cual se encontraban, que debía ser la principal.
-Por cierto, debéis disculpad mi falta de educación, aún no me he presentado. Mi nombre es Thuryan.
El joven Thuryan sonrió mientras estrechaba las manos al resto, una costumbre típica entre los habitantes de la ciudad del hierro que para los habitantes de Ardân encontraron de los más curiosa. Sin ser capaz de reprimir sus instintos, Thuryan volvió a abordarlos con un sin fin de preguntas.
-¿Como es vuestra tierra?¿Es posible que contengamos el mismo código genético? Porqué veo que somos muy semejantes en físico y apariencia, a excepción de nuestra piel. Apostaría por que en cierto modo, somos descendientes.
-Muy probablemente. -le respondió Nariel que escuchaba con atención sus palabras- Al igual que Ardân, este debe haber sido un foco de resistencia tras la devastación de Rüen, ¿no es así?
-Sí. Todo se presentaba ante nosotros del mismo modo que en su día creísteis vosotros. Atrincherados tras nuestros muros, creímos ser el último reducto humano. La ciudad de Bayz que había desafiado al gran poder de los trece.
Thuryan dibujó en sus labios una sonrisa torcida, amarga, que sin duda reflejaba el sentimiento compartido con los habitantes de Ardân cuando creían que eran el único vestigio de los humanos. Por ello, estarían condenados a la soledad, a permanecer presos dentro de sus propias defensas. Sin que hubiera nada más a lo que aspirar.
-Bayz... -susurró Yannâ.
-Ese fue el nombre que tuvimos tiempo atrás, así era como nos conocían el resto de ciudades de Rüen. Con el tiempo, ese nombre fue pasando al olvido y sólo quedó el de ciudad del hierro, en honor a la mayoría de construcciones de la ciudad. Nuestras casas son en realidad restos de las altas murallas de Bayz. Hubo un día en el que eran un cuerpo sólido impenetrable y majestuoso que se alzaba hasta el cielo, desafiando a los propios dioses. Ahora, sólo las ruinas de la torre de Prun son mártires de la grandeza del pasado de la ciudad.
El silencio se hizo en la habitación.
Si Ardân había tenido que luchar y enfrentarse a múltiples peligros para su supervivencia, debía de ser terrible resistir en Bayz, dada su situación geográfica, mucho más cercana al centro del desaparecido reino. Por un momento, los Isïr llegaron ha hacerse una idea aproximada del poder de la ciudad del hierro.
Dos golpes interrumpieron los pensamientos de los contertulios, sacándolos de los sombríos pensamientos que ahora abordaban sus mentes.
-Ha tardado en llegar. -dijo Thuryan mientras se levantaba de su sitio y se dirigía a la puerta.
Una vez allí, saludó a alguien y le invitó a pasar. Tras el joven, otra figura cruzaba el marco de la casa. El espacio comenzaba a ser reducido para tantas personas.
-Los extraños venidos de las tierras rojas. -dijo el recién llegado -mi nombre es Eredior, mucho gusto en conocerles. ¡Tenéis a toda la ciudad alborotada!
La repentina broma no tuvo ningún efecto sobre los Isïr, que permanecieron con el mismo rostro impasible. Era mas intrigante el hecho de que Eredior también hablara su misma lengua.
-Asomaos y lo veréis.
Siguiendo la oferta del recién llegado, se acercaron a la única ventana de la estancia que daba a lo que parecía ser una calle principal. Bajo las escaleras que llevaban al segundo piso, donde se situaba la casa de Thuryan, decenas de ciudadanos se congregaban curiosos ante la presencia de los extranjeros. Al verlos aparecer por la ventana, se inició un revuelo donde algunos decidieron huir prematuramente hacia un u otro lado, bien a paso ligero o sencillamente corriendo. Otros, algo inquietos, permanecieron desafiantes parados a pie de calle.
-Nadie podía imaginarse que se pudiera vivir sin la protección de estos muros. -confesó Eredior.
-Si esto hubiera ocurrido en nuestra ciudad, me temo que la reacción hubiera sido la misma. -contestó Katne riendo.
-De hecho, quien quiera que se hubiera atrevido a atravesar las tierras rojas, no habría logrado alcanzar el muro de Ardân. -añadió Valten con tono sombrío.
Tras vacilar unos instantes, Thuryan se dirigió al comandante.
-Tampoco en nuestro caso... Los vigías de las torres tienen ordenes de disparar ante cualquier movimiento fuera de la muralla. Es por eso...
-¿Que nos han atacado? -terminó Viktor la frase mientras apretaba los dientes con fuerza tras recordar la bienvenida recibida por las gentes de Bayz.
-Debéis entenderlo. -prosiguió Eredior en defensa de su compañero- Nunca en cientos de años...
Pero no pudo terminar, Nariel, en tono conciliador, se interpuso entre los soldados y los jóvenes de Bayz.
-Sabéis perfectamente que habríamos actuado igual. De hecho, había una pregunta que deseaba oír contestada desde hacía días, ¿como es que dejasteis de atacarnos con ese extraño haz de luz?
Eredior miró instintivamente a Thuryan tras la pregunta, el cual dirigió la vista hacia otro lugar. Ondeando con la mirada por la habitación, finalmente contestó.
-Por que fui yo quien dio la orden.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Capítulo 8.2. Vida


Oculto hasta el momento por una atmósfera de arena de las muchas que el viento levantaba en las tierras rojas, los Isïr pudieron ver una inmensa construcción que se alzaba desde el suelo hasta acariciar el mismo cielo.
La colosal estructura era, al menos, de una extrema singularidad. Los materiales propios de las murallas como la piedra o la madera habían sido substituidos por un cuerpo de metal, teñido por el color de la arena que le otorgaba una apariencia de óxido. Laminas de hierro se sobreponían las unas a las otras con diferentes tamaños, dejando a la estructura una figura asimétrica.
-Parece una fortaleza... -dijo Shannah.
Los aventureros observaban la edificación sin dar crédito a sus ojos. En otro tiempo, habría sido sin duda una poderosa ciudad de un gran numero de habitantes. Las torres que se erigían a cada extremo del muro presentaban inequívocos signos de lucha, retazos de la memoria histórica de aquel lugar, repleta de batallas y asedios que probablemente se remontaran a la época de los trece demonios y de los nueve reyes.

Fue Valten el primero de los Isïr en avanzar hacia la ciudad de hierro, como más tarde sería nombrada. Después, seguido por el resto de la compañía. Continuaron sin hacer mención alguna del hallazgo, pues la vista explicaría muchas más cosas que cualquiera de las teorías en las que pudieran pensar.
En ese instante, el comandante de los arqueros de Ardân, sintió esa sensación que empezaba a hacerse familiar... aquel escalofrío que recorría su cuello como una gota de agua helada y que era el aviso de un peligro cercano. El corazón le dio un vuelco y lanzó su mirada en todas direcciones buscando en la inmensidad del muro algo que llamase su atención. Lo pudo ver cuando ya era demasiado tarde.
Una luz brillante, de un color celeste intenso emergió de entre los recovecos del muro para salir proyectada hacia los Isïr. El corpulento comandante Valten salió despedido varios metros en el aire al ser impactado por la ráfaga luminosa para después estrellarse contra el suelo. La situación aún empeoró más cuando la compañía se percató de que la luz, lejos de detenerse tras el disparo, siguió hiriendo a Valten mientras yacía en el suelo. Desconcertados, los miembros de la compañía intentaron cortar la linea que unía al comandante con la muralla pero fue del todo inútil. Katne interpuso entre los dos su espada, una hoja forjada por el mejor herrero de Ardân y que, como si de papel al fuego se tratase, se consumió al instante. El rayo siguió imperturbable, sin interrupción.
Con los ojos desorbitados, el guerrero lanzó un grito de dolor mientras hacia un penoso esfuerzo por liberarse de la extraña luz. Tras unos interminables segundos, el rayo de luz disparado desde las murallas cesó, haciendo un extraño sonido. El corpulento comandante se intentó incorporar pero tras el esfuerzo no pudo hacer otra cosa que llevarse una mano al hombro, lugar donde había impactado el extraño haz de luz.
Entonces, las enormes puertas de la ciudad empezaron a abrirse lentamente.
-¿Y ahora que...? -susurró Viktor que había empuñado su martillo cuando detectó el mínimo movimiento tras las puertas.
De estas surgió un grupo de individuos que se movía oculto tras el banco de arena.
Había quedado atrás el paisaje provisto únicamente por las tierras secas y yermas que rodeaban Ardân, pero aún así eran comunes las tormentas de arena que venían del noroeste, probablemente de ese mismo lugar.
La compañía, puesta bajo aviso con el primer ataque, no vaciló y los arqueros se dispusieron a dispararar desde la distancia. Las figuras, casi invisibles tras la atmósfera de arena, desaparecieron en cuestión de milésimas bajo la tormenta. Los arqueros, tanto Hlenn como Katne, esforzaban la vista al máximo para poder encontrar un objetivo. Sombras se movían a su alrededor, cada vez más cerca. Para cuando habían localizado alguna y dirigido el arco hacia ellas, estas volvían a desaparecer. Con cada nuevo movimiento, se acercaban más y más, expandiéndose en todas las direcciones alrededor de la compañía. Los estaban rodeando.
Impotentes, Shannah lanzó un grito al resto de sus compañeros:
-¡Formad un circulo!
La respuesta no se hizo esperar y todos se situaron rápidamente alrededor de Valten, que seguía en el suelo. Katne siguió disparando en todas direcciones sin tener la certeza de encontrar un blanco. Para sus hábiles ojos, a los cuales tenía la certeza de que nada en el mundo podía escapar, estaba siendo del todo imposible seguir a uno de esos seres. La desesperación empezaba a apoderarse de él. El resto de los Ishïr había optado por permanecer a la espera de que uno de los enemigos saliera del banco de arena para luchar sin deshacer la formación.
El capitán Viktor sostenía su martillo mientras deseaba que una de esas sombras tomara forma ante él. Una sonrisa se dibujó bajo su espesa barba dorada cuando pensó en las expectativas de un nuevo combate. Pero tan rápido como había tomado forma en su mente una nueva victoria, se esfumó la idea cuando sintió que un frío filo acariciaba la piel de su cuello. Sin apenas girarse, contempló incrédulo como dos ojos de un rojo intenso se clavaban en él.
El extraño pronunció susurrando unas palabras indescifrables pero que cuya intención fue instantaneamente comprendida por el capitán. Viktor dejó caer el pesado martillo que impactó contra el suelo e hizo una muesca sobre la roca. Buscó a su alrededor al resto de sus compañeros y los encontró en su misma situación, sin aún deshacer el circulo alrededor de Valten y todos desarmados. Desviando la mirada hacia el interior de la formación, el capitán vio en la tierra un enorme agujero.
-Bajo la arena. Estaban bajo la arena... -se dijo para sí.


Un ambiente cargado ocupaba aquel lugar. Sobre Yannâ aleteaba un insecto muy extraño que no se alejaba de su rostro. Hizo ademán de espantarlo con la mano, pero las cadenas que la ataban no le permitieron alejar los brazos de la pared más que unos centímetros. Con las muñecas en alto cogidas por los grilletes, la joven sacerdotisa maldijo la suerte de los nombrados Isïr, que desde la llegada a Ostrang habían sufrido la peor de las suertes. O quizás desde el mismo momento en el que decidieron iniciar este viaje desde Ardân...
Los extraños individuos que ocupaban la ciudad de hierro habían capturado a la compañía y, haciéndolos entrar como prisioneros en la ciudadela, los condujeron hacia una de las alas de la misma muralla. En su interior se habría un pequeño habitáculo donde fueron encadenados.
De eso habían pasado varios días durante el transcurso de los cuales Valten se unió al grupo de presos una vez curada su herida.
-Al menos han sido benévolos y no han abandonado a Valten a su suerte. Debemos de estar agradecidos. -comentó Nariel cuando vio al comandante que era traído a la prisión donde ellos estaban.
-¡Nos han disparado y después hecho prisioneros! ¿A eso llamas tu benevolencia? -respondió Katne enfurecido.
Nariel le observó en silencio, pensativa. A diferencia de otras ocasiones en las que esa mirada era el preludio de una reprimenda por la más sabia del grupo, en esta ocasión sorprendió al resto cuando contestó.
-¡Maldita sea! Siquiera han intentado preguntarnos. -Tras un breve silencio, volvió a serenarse y continuó con su tono habitual.
-Pero debemos comprender que, al igual que ocurriría en Ardân, nadie esperaría la visita de alguien que no fuera un takhä o los dioses saben que horrible criatura. De hecho, si ese extraño rayo es obra de ellos, debemos sentirnos afortunados de que no nos hayan seguido disparando con él.
Todos callaron. Los Isïr estaban furiosos. Su ira había disminuido tras comprobar que Valten se encontraba mejor, pero aún así perduraba. Nadie no supo ni quiso añadir nada más, todo se iba a resumir a una espera hasta que los captores decidieran algo para sus nuevos prisioneros. De vez en cuando, algunos de los soldados bajaban hacia el espacio donde se encontraban reclusos y con aire confidencial y curioso los observaban. Parecían fascinados por el aspecto de los extraños de la compañía e incluso debatían entre ellos sobre algo, llegando incluso a gritarse en más de una ocasión.
El aspecto de esas criaturas era sumamente inusual por el hecho de asemejarse en gran medida a los nativos de Ardân. La fisionomía era muy semejante, con la única excepción de que eran algo más bajos y por lo general de constitución más delgada. Pero era el color de su piel, bello y ojos lo que más llamaba la atención. Mientras que en los habitantes de Ardân era el color rosáceo el que predominaba, en los habitantes de la ciudad del hierro era el rojo. Sus ojos, y en su mayoría el cabello eran de un rojo de diversas tonalidades que variaban según el individuo.
Por tanto, cada vez que uno de los guardias se decidía a bajar a ver a los prisioneros, se daba la curiosa situación en la que tanto unos como otros se observaban sin apenas pestañear. Eso parecía que molestaba a los soldados.

Los días de cautiverio se prolongaron por espacio de una semana hasta que, en el ocaso de uno de estos, un numeroso grupo de soldados armados con extrañas lanzas los liberaron de las ataduras y los condujeron al exterior. Mientras subían las largas escaleras que conducían hasta el interior de la gran ciudad, los Isïr, mal alimentados durante el cautiverio se resintieron de todo su cuerpo, dificultándoles enormemente la subida.
Pronto divisaron el fin de los corredores. La luz del día de las tierras rojas se insinuaba tras una gran puerta. Uno de los soldados se avanzó al resto del grupo y la abrió.
La intensa luz obligó a cerrar los ojos a los Isïr, los cuales se habían acostumbrado a la oscuridad de la celda. Todos forzaron la vista en un intento de apaciguar una curiosidad que nació en el mismo instante que observaron los muros de la ciudad de hierro. Que encontrarían allí.
Ni el más sabio de entre los ancianos de Ardân, ni el mejor de los escritores de historias, ni siquiera la propia imaginación habría sido capaz de crear en sus mentes algo tan majestuoso como lo era la imagen que ante ellos se acababa de presentar. Sin lugar a dudas, no la olvidarían jamás.
Lo que la gran muralla ocultaba era una construcción que se abría paso hasta las mismas nubes rojas que ocultaban el sol. Durante toda su estructura de blanco mármol, ahora ya maltrecha por el paso del tiempo, se asentaban desafiando a la misma gravedad estructuras que colgaban en su muro. Enormes balconadas, porches y ventanas decoraban la construcción habiendo en cada una de ellas vegetación, llegando incluso a ocuparse por árboles.
-Es increíble... -logró articular Hlenn.
Los soldados de la ciudad del hierro dirigían a la compañía, dándoles grandes empujones e incluso en más de una ocasión, golpeando a Katne, que no podía evitar pararse para contemplar aquel inimaginable edificio. El joven arquero tuvo la impresión de que los soldados se sentían airados cuando lo observaba.
Pasados unos segundos algunos de los Isïr desviaron la mirada del edificio, el cual había concentrado toda su atención hasta entonces y vieron hacia donde se dirigían sus pasos. En medio de una ciudad que se extendía alrededor de la construcción de mármol, toda una serie de casas de metal se repartían sin orden por la explanada dentro de la muralla. De entre todas ellas, una de forma esférica destacaba por encima de todas. Por el rumbo que estaban tomando, parecía ser ese el objetivo de los soldados.

Allí se encontraban. Los Isïr, que partieron desde Ardân con todas las esperanzas y sueños de toda la ciudad habían fracasado, habían perdido a uno de sus miembros y además, estaban ahora a disposición de unas gentes a las que temían.
En el centro de una enorme plaza, docenas de soldados les rodeaban armados con esas extrañas lanzas que de su punta emitían un brillo azul. Detrás de ellos, repartidos entre una zona de gradas que rodeaban el interior del edificio esférico, permanecían sentados un gran numero de individuos, de apariencia semejante a los que les apresaron fuera de la ciudad.
-¿Es un maldito estadio o que? -gruñó Viktor que miraba a un y otro lado mientras veía como la plaza se llenaba a medida que pasaban los minutos.
Yannâ vio como en una de las partes había construida una balconada. Bajo esta, unas formas permanecían sentadas de cara a ellos.
-Podría tratarse de una especie de centro de reunión o alguna cosa parecida. Los que llenan este lugar parecen ser los habitantes y los que nos rodean el cuerpo militar. En cuanto a los que están en esa balconada...
La joven sacerdotisa no pudo expresar sus teorías. En el extraño balcón, una figura emergió de entre las sombras haciendo que su sola presencia, sin necesidad de pronunciar sonido alguno, hiciera callar al resto de los asistentes. El individuo, de un cabello rojo muy claro, casi rosáceo y de una edad en apariencia temprana para la seriedad de la que hacía alarde, pronunció unas palabras de nuevo ininteligibles para los Isïr. Acto seguido, cedió el centro del balcón a otra figura que se situó delante. Un hombre corpulento y calvo se acercó al filo de la construcción para dejarse ver y al instante ser aclamado con gran devoción por los presentes. Tras unos segundos alzó un brazo y el silencio se hizo en la plaza. Con voz recia y profunda, el hombre inició un discurso que sin duda iba dirigido hacia la compañía. Incapaces de entender lo que les decía, los Isïr permanecieron en silencio observándolo. Cuando no obtuvo ninguna respuesta, el hombre, que parecía ser una figura de autoridad dentro de ese lugar, señaló a uno de los soldados que rodeaban a los Isïr y le dirigió unas palabras. Al instante, el soldado se aproximó a Viktor, que estaba más próximo a él y le golpeó en el estomago con la parte inferior de la lanza. El capitán cayó de rodillas lanzando un quejido. Era tal el silencio que se respiraba en la plaza que la voz de Viktor llegó clara hasta cada uno de los presentes.
-¡Maldito seas! Así que a traición ¿no? -gritó mientras se llevaba la mano al vientre. Aprovechando que se encontraba en el suelo, estiró su brazo hacia este y cogió un puñado de arena. Tambaleándose, simulando andar desconcertado se acercó al soldado que le había golpeado y por sorpresa le lanzó la tierra a los ojos. Pero el objetivo ya se había percatado de que algo tramaba y estuvo atento al repentino ataque, esquivándolo primero y lanzándole otro golpe más, esta vez sobre la cabeza.
La reacción de Viktor provocó en el ambiente un drástico cambio. Los presentes empezaron a debatir entre ellos, frenéticos. Se limitaban a decir palabras cortas y casi susurrándolas, valorando la posibilidad de que los extraños volvieran a hablar. El rostro del mismo jefe de los habitantes de la ciudad del hierro mostraba una gran sorpresa. Tras unos segundos sin reaccionar, el hombre que poseía un parche en su ojo izquierdo se dirigió hacia el joven que le había anunciado con algo urgente. Tras recibir las órdenes, este asintió y salio proyectado hacia la salida de la plaza, abriéndose paso a través del gentío.

Los minutos pasaron lentos. Una tensión extraña se había apoderado del lugar y nadie parecía querer interrumpirla. Los Isïr habían recogido a Viktor, que sangraba de la herida que el soldado le había hecho en una ceja. El capitán observaba al soldado sin casi pestañear y pidiendo a los dioses que se diese la oportunidad para devolverle el golpe.
Un sonido metálico se oyó tras los Isïr, que instintivamente dieron la vuelta. De la puerta principal apareció el mismo joven que había recibido las órdenes del hombre del parche pero acompañado de otro individuo, de una edad cercana a la suya. Ambos venían sin aliento y con claros síntomas de haber llegado hasta allí en una carrera rápida.
Al verlos, el jefe sonrió complacido y se dirigió al recién llegado, el cual respondió con un saludo reverencial. Perplejo, el joven al cual habían ido a buscar se acercó rápidamente a los Isïr, cuidando de no traspasar el cordón levantado por los soldados.
El joven llevaba lo que parecía ser una túnica blanca, abierta por el centro y provista de botones. Hundía sus dedos en el pelo distraidamente, mientras observaba los rostros, la ropa y las armas de la compañía. Volvió a dirigirse al hombre del parche, que contestó escuetamente a una pregunta sencilla formulada por el joven y este volvió a sus pensamientos. De uno de los bolsillos extrajo un extraño artilugio, formado por dos vidrios que colocó ante sus ojos. Sujetos por dos patillas puestas tras las orejas, plasmaron en los mismo vidrios toda una serie de extrañas letras de color azul.
-¿Que diantres es eso? -preguntó Valten mientras señalaba las gafas del individuo.
Como en la anterior ocasión en que Viktor había hablado, las palabras del comandante despertaron la curiosidad de todos los presentes, pero en especial del joven que los observaba de cerca. Quedó varios segundos en silencio, pensando en algo. Moviendo los labios lentamente se dirigió a la compañía.
-¿Entendéis algo de lo que os digo?

lunes, 19 de julio de 2010

Capítulo 8: Vida


El viaje había terminado. El objetivo de Deimos, el compañero de los Isïr que junto con ellos, había formado parte en la busca de la espada de Naresh, estaba cumplido. Diezmados y sin fuerzas, los aventureros descansaban bajo unos árboles en total silencio. A unos metros del grupo reunido, un cuerpo yacía sobre el césped envuelto en una blanca sábana. Mientras los supervivientes de la lucha del paso de Ostrang contemplaban el ocaso sin voluntad para mirarse entre ellos, Valten decidió romper aquella aura de oscuridad:
-Incineremos el cuerpo.
-El humo podría delatar nuestra posición... -respondió Shannah. Sopesando su comentario siguió- pero es lo mínimo que podemos hacer por el comandante.
-Esto no debería de haber sido así…-dijo para si Katne, que se había estirado sobre la hierba alta.
-¡Guardando luto no conseguiremos que vuelvan! –gritó Valten al resto.
La respuesta ante sus palabras no se hizo esperar y todos los que se encontraban allí lanzaron sobre el comandante de los alabarderos una mirada de rabia. Pero sabían que el guerrero tenía razón. No conseguirían nada estando allí en silencio, sin siquiera alzar la vista. El mal ya estaba hecho para Sayrz y el resto de los caídos:
-Tienes razón...-confesó al rato el arquero Katne-talemos dos árboles y hagamos una pila.
Valten y Víktor hicieron uso de sus martillos para partir por la mitad dos árboles jóvenes. Cortaron las ramas con una pequeña hacha que llevaban encima y dispusieron los troncos formando un cuadrado. Mientras tanto, las sacerdotisas apilaron piedras en diversas partes, un montón en honor a cada uno de los guerreros que habían muerto. Antes de que se iniciara la ceremonia, Nariel, la gran sacerdotisa de Kôr, se acercó al comandante Katne, que se despedía de uno de sus hombres a los pies de su tumba:
-Lamento la pérdida de vuestros hombres comandante. En la lluvia de proyectiles, sólo pude ocuparme de mis sacerdotisas y…
El arquero siguió murmurando las palabras dirigidas al alma de su compañero sin prestar atención a la voz de la sacerdotisa. Tras unos segundos, se volvió hacia la hechicera con una leve sonrisa en sus labios:
-Debemos alegrarnos de qué no hayamos sido todos los que estemos de camino al Orín. Hicisteis todo lo que estuvo en vuestras manos.

Cuando las últimas luces del día se habían extinguido sobre la capa de nubes que cubrían las tierras rojas, incendiaron las ramas y hierbas secas que habían colocado bajo la pila de madera. El fuego, pronto empezó a extenderse con gran velocidad y prendió toda la estructura. Como era costumbre entre los soldados de Ardân, se pronunciaron dos veces al viento los nombres de los caídos. Llegados al nombre del comandante, vitorearon su nombre un total de cinco veces, honor que sólo se reservaba a los héroes de la ciudad. Cuando hubieron terminado, las sacerdotisas iniciaron un cántico en reclamo de los dioses para que acogerían las almas de los guerreros. Las voces de las hechiceras eran de una belleza infinita, incluso pese al dolor que sentían en ese momento, los soldados supervivientes de los Isïr quedaron fascinados por el coro formado por las hechiceras que bien sería más propio de las mismísimas diosas. Terminados los ritos, Nariel se aproximó a las lápidas y la pira, de la cual sólo quedaban las cenizas:
-Marchad con nuestra tristeza hijos de Ardân-dijo la sacerdotisa mientras hacía elevar las cenizas del comandante con una suave ráfaga de viento- seguid el camino que os llevará hasta el Orín, vuestro nuevo hogar. Marchad como guerreros, como padres, amigos, hermanos, compañeros, aquellos que os aman os dan su bendición. Volveremos a vernos, tarde o temprano...
Los restos de Sayrz se elevaron en la noche bañados por la luz del fuegos que iluminaban la escena. De entre la ceniza, surgió una figura incorpórea de distintos colores que brillaba con gran intensidad. Siguiendo los movimientos del viento, se encontró con otros entes que nacían de las tumbas del resto de soldados y seguían su misma dirección. Juntos, partieron mecidos por la brisa hasta alejarse lentamente hacia el horizonte, hasta al fin, desaparecer.

El amanecer pronto alcanzó a los Isïr, que habían alargado la noche en pos de celebrar los ritos de sus compañeros caídos. Tras un breve desayuno, el grupo se reunió con intención de plantear cual sería el camino que deberían tomar a partir de ahora:
-En unos días, el paso quedará despejado. Deimos se cansará de esperarnos y vendrá en nuestra busca. –dijo Katne seguro de sus palabras.
-Apoyo la idea del arquero. Abandonará ese lugar, no esperará que volvamos. –añadió Valten mientras se colocaba al lado de Katne..
Eran los guerreros los que debatían entre ellos, aplicando su lógica militar, las posibles opciones. Las sacerdotisas por otro lado, se mantenían al margen escuchando la conversación con gran atención pero guardando silencio. Sólo una de las sacerdotisas, Nariel, que los observaba en silencio, esperó unos minutos y entró en la conversación. Escogió con sumo cuidado sus palabras y dijo:
-Es obvio que debemos encontrar la espada de Naresh –comenzó la hechicera-pero volver a Ostrang, es un suicidio. Es imposible vencer a ese ejército con…
La gran sacerdotisa tuvo que interrumpir su planteamiento cuando Katne, levantándose furioso se dirigió hacia ella. A escasos metros de la hechicera, gritó:
-¿¡No propondrás que nos rindamos verdad!?
-¡Tenemos que regresar con la espada! –añadió Víktor empatizado con el arquero.
Nariel los observaba con el semblante triste. Comprendía en gran medida lo que los guerreros sentían. Las muertes de sus compañeros no debían de haber estado en vano. Si ahora no luchaban por conseguir su objetivo, sentirían como si les estuvieran traicionando. Ese era el ideal de un guerrero:
-Conseguiremos la espada –continuó Nariel apaciguando los nervios del resto de compañeros- pero necesitamos ayuda.
-¿Ayuda? ¿Y de donde la íbamos a conseguir en este lugar? –preguntó Valten.
-En las tierras rojas, no hay nada que hacer. Tenemos que volver a Ardân. –la propuesta de Nariel desató un abanico de preguntas entre los presentes:
-¡Ardân! ¿Qué conseguiríamos con ello? –preguntó Katne
-¿Y como íbamos a volver entre las montañas? –añadió Valten recordando la intensa lucha que él y sus hombres vivieron en la cordillera de Kalim.
Nariel volvió a guardar silencio hasta que las repetidas preguntas se extinguieron al no encontrar respuesta. Cuando lo creyó oportuno, reanudó la conversación:
-El consejo creerá nuestras palabras. Les explicaremos todo lo que nos ha ocurrido, lo que hemos visto y a lo que nos hemos enfrentado. En este mundo, la verdad es el mejor argumento que jamás se puede tener. La sinceridad nos hará libres.
>>Junto con un gran ejército, volveremos a atravesar las tierras áridas para llegar hasta aquí y recuperar la luz de la tierra.
Las palabras de la sacerdotisa Nariel, como en tantas ocasiones, volvían a traer la esperanza a los corazones de quienes la escuchaban. Su sabiduría y su mirada transmitían la fuerza necesaria para afrontar cualquier reto. Era por este motivo por el cual se podía entender la devocional fidelidad que sus sacerdotisas tenían para Nariel, a la cual seguían siempre, fuera cual fuera el camino.
Sin quedar convencido, Katne volvió a cuestionar la idea de Nariel:
-Probablemente los ancianos desestimen nuestra idea, si volviéramos a Ardân y rechan nuestra propuesta, sería del todo imposible llegar hasta aquí de nuevo…
La sacerdotisa, sin poder encontrar las palabras exactas para convencer al comandante calló. El comandante aún permanecía expectante a un buen motivo que justificara el abandonar el objetivo directo de los Isïr. Tras un largo silencio, la gran sacerdotisa se aproximó al arquero y le dijo:
-Lo pondremos todo en manos del destino comandante. Que sean los dioses quien decanten la balanza: vida o muerte.
De nos ser por la tenue luz que la esperanza en volver Ostrang les daba, los Isïr habrían partido derrotados hacia Ardân. La nueva decisión suponía más que un fracaso, una toma de fuerzas para la campaña. Las esperanzas de los hombres que aún no se habían extinguido.
El itinerario de vuelta hasta Ardân iba a variar en cuanto al seguido en la ida. Principalmente sólo se pugnaba por evitar el paso de las cordilleras de Kalim, en el cual se habían encontrado con los takhä que dificultaron la travesía enormemente. Aunque más que los demonios, los Isïr no querían enfrentarse de nuevo al dragón, que aún seguía custodiando las escarpadas cumbres. Según los mapas, la cordillera de Kalim dibujaba un muro vertical desde el centro de Rüen hasta el lado meridional del antiguo reino. Estando los Isïr en su parte más septentrional, decidieron llegar hasta la costa par así evitar el macizo montañoso.
El viaje de vuelta hasta el mar se extendió por espacio de una semana. Conociendo ya el terreno, la compañía no tuvo más que recomponer sus pasos y dirigirlos hacia el norte, donde encontrarían un espacio libre de accidentes geográficos. En los largos días de travesía, Katne sopesaba continuamente la decisión de volver hacia Ardân. En un primer momento recordaba la muerte de su más estimado amigo y consideraba la vuelta a casa como una traición. Con frecuencia se distanciaba del grupo y recitaba para el mismo un monólogo interminable:
“Deberíamos de haber continuado en Ostrang. ¡Estábamos tan cerca! Ya podía oler la espada de Naresh, sólo nos hubiera hecho falta llegar hasta ella, empuñarla por el mango y todo sufrimiento habría acabado…”
“Por otro lado, la gran sacerdotisa tiene razón. Sería imposible abrirse paso hasta la espada. Ni si quiera la vimos, y gracias a las sacerdotisas que pudimos salir con vida de aquel lugar. Sin ellas…”

Una tarde, al observar las cavilaciones del arquero, su compañera de armas Hlenn, se acercó intrigada hasta Katne. La sacerdotisa se rezagó de sus compañeras disminuyendo su marcha hasta quedar al lado del soldado. Al darse cuenta de su presencia, alzó la cabeza con resignación hasta que se topó con la perfecta sonrisa de la hechicera. Incapaz de sancionar la interrupción, el arquero le devolvió el saludo:
-¿Qué preguntas merecen tal tormento, comandante Katne?
El soldado permaneció unos segundos en silencio pensativo, hasta que finalmente dirigió su vista al suelo y contestó:
-Me preguntaba si realmente, volver a Ardân es una buena idea.
La hechicera dejo escapar un cansado suspiro:
-Sois demasiado cerrados. Tal vez ves aquí el final, pero no ha hecho más que empezar. El hecho de que volvamos a Ardân sólo significa que nuestro cometido como los Isïr tal vez ha terminado, pero no el final de nuestro objetivo... Volveremos de nuevo, ¡Bajo el nombre de Ardân!
Las ideas de la sacerdotisa empezaban a tomar forma en la mente de Katne. Tenía razón. No iba a abandonar sus objetivos ni su palabra. Continuaría con lo que los Isïr iniciaron cuando partieron de Ardân. No era el fin:
-Volveremos a…
Las palabras de Katne quedaron ahogadas por una exclamación que se sobrepuso a las palabras del arquero. Hlenn, que lo observaba, siguió su mirada hasta encontrar el causante de semejante reacción. Sus ojos no podían dar crédito a lo que veían.

domingo, 18 de julio de 2010

Capítulo 7: Isïr (7.2.)


Los Isïr, tal y como había propuesto la sacerdotisa Yannâ. Por ese nombre decidieron ser llamados los aventureros que tan lejos del hogar, habían desafiado a la nada y al peligro adentrándose en las tierras rojas. Ahora, Caminaban durante toda la mañana para llegar a mediodía hasta el paso de Ostrang. Entre dos cordilleras dispuestas a oriente y occidente, las montañas se revestían con una descomunal muralla. Pese a que el color de la piedra de la región era de un rojo apagado, los muros de Ostrang eran negros, de una piedra pulida que al contacto con la mano la hacia resbalar, sin ningún tipo de adherencia. Sobre la muralla, un sistema de espacios transitables permitían colocar un amplio número de individuos sobre los muros, haciendo del kilométrico paso una trampa mortal ya que el ejército que lo atravesara debería enfrentarse a una lluvia de proyectiles por doquier:
-El paso de Ostrang fue en realidad la puerta que separaba las tierras de los demonios con las humanas -empezó Nariel cuando llegaron al inicio del valle- construidas por los hechiceros negros, supusieron el límite de la reconquista de los nueve reyes.
>>En los años de mayor actividad de la gran guerra, el surgimiento de los nueve reyes supuso una esperanza para todos los humanos de Rüen, que reducidos a la mitad del reino, aguantaban las embestidas de los ejércitos de los demonios. Cuando estos nacieron como los protectores, el constante ritmo de victorias de los enemigos se redujo hasta quedar interrumpido. De hecho, fueron los nueve reyes quienes comenzaron a recuperar parte del mundo perdido. Para preservar su conquista, el demonio más poderoso, Ukghar, decidió construir las puertas de Ostrang, defendiéndolas con el paso.
La basta extensión dibujaba un espacio en total linea recta hacia el norte. El lugar, pese a estar ahora desierto, aún poseía el recuerdo de las miles de vidas que se habían sacrificado por Rüen. El mero hecho de caminar, alertaba todos los sentidos y transmitía un enorme sentimiento de incomodidad. Armados, en guardia y sin hacer el menor ruido, los Isïr iniciaron su camino a través del paso de Ostrang.
El viento silbaba amenazante entre los muros y las propias montañas. De vez en cuando, una piedra caía rodando por la ladera llamando así la atención de los viajeros. Al comprobar que todo seguía en orden, seguían avanzando con cautela:
-Este lugar no me gusta nada -susurró uno de los alabarderos- las almas de muchos deambulan entre nosotros. Tengo los pelos de punta.
-Ya hemos atravesado la mitad, ya casi estamos... -contestó el comandante Valten para tranquilizar a sus hombres.
Cuando el guerrero del dorado martillo dirigió de nuevo su vista hacia el frente, vio como al final del camino, algo se movía. En ese mismo instante, Deimos espoleó a su caballo e inició un poderoso galope hacia el final del paso:
-¡Deimos! -gritó uno de los soldados.
-¡Deimos vuelve! Puede ser peligroso -añadió Sayrz.
Pero el interpelado hizo caso omiso a los gritos de sus compañeros. Sin siquiera volver su cabeza para prestar atención a lo que le decían, el guerrero se distanciaba cada vez más. Maldiciendo la situación, los Isïr corrieron hacia su compañero en un intento de que se detuviera. Si aparecía algún enemigo, el soldado estaría perdido...
La carrera entre las murallas de Ostrang estaba siendo inútil. El caballo de Deimos era ya solo una silueta en el horizonte y les era imposible seguir su ritmo. En ese mismo instante, Katne alzó su arco y lanzo una flecha hacia las murallas. De entre sus muros, el cuerpo inerte de un darna cayó estrellándose contra el suelo:
-Así que era eso -dijo el arquero ante el asombro de sus compañeros- llevaba largo rato siguiéndonos.
-Creo que hay más entre las montañas, se ve movimiento entre las cumbres -añadió Sayrz- De todos modos vamos, hemos de alcanzar a Deimos.
La carrera se había convertido en el ritmo de avance. Era una acción peligrosa puesto que si aparecían más diablillos entre sus muros no los detectarían por el ruido de sus propios pies a la carrera pero por otro lado, el avance rápido apaciguaba la incomodidad que les provocaba el atravesar el valle. El recorrido, en una linea recta perfecta, engañaba a los sentidos. Cuando los viajeros se inmersaron entre las dos cordilleras, el trecho que les separaba del final del camino parecía ser de pocos kilómetros, un espacio de tiempo que caminando supondría aproximadamente no más de una hora. Pero una vez dentro y pese a haber estado corriendo constantemente, llevaban dos horas en el paso y aún no habían alcanzado el final. Hasta que, estando a una centena de metros del final, vieron dos gigantescas puertas que se alzaban ante ellos. Construidas con el mismo material que las murallas, los colosales portones representaban el enemigo común de los hombres, del cual hoy, estando las puertas destruidas, eran los vestigios de una lucha olvidada en el tiempo. De entre los pedazos del pórtico esparcidos por el suelo, la figura del jinete de Ardân Deimos, les esperaba:
-¿Que ha motivado ese comportamiento soldado? -preguntó el comandante Valten alzando la voz para que lo escuchara.
-¿Has ido a comprobar si el paso era seguro? -se interesó el comandante Sayrz que era conocedor de las extrañas decisiones que en ocasiones podía tomar el guerrero.
El jinete los observó desde la distancia sin decir palabra. Tras desaparecer el eco de la pregunta del comandante espadachín, sólo el rugir del viento entre las escarpadas laderas de las montañas violaban el silencio reinante. Los viajeros, cada vez más preocupados por el comportamiento de Deimos, insistieron:
-¿¡Que es lo que ocurre, cuéntanos!?
-Ha terminado el viaje -dijo al fin el soldado.
Ninguno de los presentes supo como interpretar sus palabras. Sayrz por el contrario, entendió a que se refería su antiguo amigo:
-¡¡¡Has encontrado la espada de Naresh!!!
-No -contestó tajante el jinete, acabando con el espontaneo entusiasmo que había inundado a los Isïr- de hecho, es más cierto decir que la espada de Naresh... No existe.
-¿¡De que diablos estas hablando Deimos!? -gritó Katne incredulo.
-Digo pues que este viaje no tiene ningún sentido. Al menos, no para vosotros... ¿De verdad creíais que hemos sido los primeros en llegar hasta aquí? ¡Necios! Yo mismo he viajado hasta las tierras rojas en incontables ocasiones.
Deimos desenfundó su espada apuntando con ella hacia el resto de viajeros que lo observaban sin dar crédito a sus palabras. De su boca surgieron unas palabras que no pudieron comprender, pero que sin duda habían escuchado. Era la lengua de los takhä, la voz de los demonios antiguos. Entre los recovecos de las murallas, se dejaron entrever las cabezas de cientos de takhä. En pocos segundos, las dos pasarelas que franqueaban el paso de Ostrang se tiñeron con el color de la piel de esas criaturas. Cuando dirigieron la mirada hacia al guerrero, que les observaba con rostro sombrío, vieron que a sus espaldas un ejército armado y en formación se aproximaba hasta detenerse a su altura. Deimos hizo una seña al demonio que lideraba el ejército para después volverse a los que hasta hacía escasos minutos, habían sido sus compañeros:
-¿Entendéis ahora por que esto acaba aquí?
-¿¡Que estas haciendo imbécil!? -gritó uno de los soldados invadido por la ira.
-¿¡Nos has vendido!? -ladró otro mientras el jinete los observaba serio.
Dejando que la primera descarga de acusaciones le llegaran con fuerza, permaneció en silencio hasta que los viajeros dejaron de hablar a espera de una respuesta:
-La humanidad está perdida... No hay nada que nosotros podamos hacer. Los fuegos de oriente han empezado a arder y el final está cerca. No pienso elegir el bando perdedor.
-¿El bando perdedor? Tu también eres un hombre¡Acabarán contigo también! -contestó Sayrz señalándolo acusatoriamente.
-En eso te equivocas querido amigo... Junto con los señores del mundo, los cuatro demonios, dominaremos Ardân y el resto de Rüen. Me convertirán en su comandante y obtendré un poder de tal magnitud con el cual ninguno de vosotros jamás hubiera podido ni siquiera soñar. -tras declarar sus planes, el soldado Deimos no pudo contener una carcajada que se extendió por el valle. Cuando pudo retomar su discurso continuó, aún riendo:
-¡Soy yo el causante de esta emboscada! Intenté acabar con vosotros llevándoos ante el dragón, pero me sorprendisteis evitándolo. Pensé que si os separaba sería suficiente. Así que no tuve más remedio que acordar con los takhä un golpe que me asegurara que jamás volvierais hasta Ardân.
A cada palabra que Deimos, antiguo compañero de batalla de los Isïr decía, el desconsuelo atacaba el corazón de los viajeros que con rabia, deseaban para el jinete la peor de las muertes. El guerrero a lomos de su caballo, no podía evitar reír al contemplar los rostros de incredulidad de sus compañeros. Habían caído en su trampa sin siquiera sospechar en ningún momento. Deimos observó algo por encima de los viajeros y con el rostro iluminado por nuevas maquinaciones añadió:
-Parece que al fin estamos todos...
Los Isïr, que habían partido desde el reducto de los humanos en Ardân, contemplaron con horror, como la muerte se aproximaba desde sus espaldas. Pero no era una mitológica figura con una guadaña entre sus manos esqueléticas, sino que en esta ocasión había adoptado la forma de otro ejército takhä, que junto con el que les impedía el paso por el frente, los acorralaba desde atrás, negándoles la escapatoria. Totalmente rodeados, Deimos dirigió las últimas palabras hacia los viajeros, que junto a él, habían vivido las últimas semanas de sus vidas:
-Morirán con vosotros las esperanzas de la humanidad ¡Esta es la edad de los demonios!
En cuanto las palabras del soldado volaron sobre el paso de Ostrang, una lluvia de piedras, procedentes de las hondas de los takhä que ocupaban las murallas, se precipitaron sobre lo viajeros, impactando algunas con gran fuerza en los viajeros. En una fracción de segundo, Sayrz alzó su escudo encarándose a uno de los muros:
-¡Rápido poneos detrás! ¡Nôr, Dendran proteged el otro flanco!
-¡Sí, señor! -respondieron los dos espadachines al unísono.
Los Isïr, con increíble velocidad consiguieron colocarse tras los escudos de los tres espadachines. Pero era una defensa prácticamente inútil. Las piedras volaban en todas direcciones hiriendo a los viajeros en brazos y piernas. Algunas de los proyectiles habían impactado dejándoles en el mejor de los casos, contusiones importantes. La situación era desesperada. A los pocos segundos de iniciarse el ataque, uno de los proyectiles impactó contra el cráneo de uno de los alabarderos, quitandolé así la vida.
Hlenn y Katne disparaban a duras penas a los honderos, que dándose cuenta de su presencia, les impedían asomarse fuera de los escudos. A cada segundo, la muerte encontraba más victimas entre los viajeros que habían perdido en cuestión de un minuto a todos los alabarderos y uno de los arqueros de Katne. En el centro de la escena, entre los dos frentes que habían estableció con los escudos, la gran sacerdotisa Nariel abrió sus brazos y lanzó al cielo un grito. En respuesta a las suplicas de la benefactora de la diosa Kôr, a su alrededor se formó un poderoso remolino de aire que impedía a los proyectiles impactarles. Al cabo de unos segundos, la lluvia de piedras se detuvo. Pudiendo alzar la cabeza fuera de los escudos al fin, un hachazo impacto contra el último de los arqueros de Katne:
-¡Isti! -gritó el comandante.
El cerco de los dos ejércitos se había estrechado. Los tenían encima y en cuanto cargaran sus filas al completo, morirían. En ese instante, Sayrz pensó a tiempo algo que podría darles una mínima oportunidad:
-¡¡¡Deimos!!! -gritó el comandante hacia el soldado que le miró desde su caballo- resolvamos esto entre tu y yo. Soy yo quien propuso este viaje.
El jinete permaneció unos segundos en silencio haciendo caso omiso a las palabras de Sayrz hasta que, sopesando la opción, gritó al viento de nuevo unas palabras en lengua de los takhä. La orden de Deimos provocó que los dos grupos de enemigos, pudiendo ya saborear la sangre de sus inminentes victimas, tuvieran que detenerse. El guerrero desmontó de su caballo y se abrió paso hasta los viajeros:
-No los dejaré marchar pase lo que pase. Como ya he dicho, esto termina aquí para vosotros. No obstante, será una buena oportunidad para probar mi nueva condición. ¡Mi condición como comandante del gran señor Nurm!
Un aura de un fuego negro rodeó al soldado. La oscura llama empezó a prender todo su cuerpo, provocando que lanzase gritos de dolor. Pero los gritos propios de la voz de un hombre fueron substituidos por otros que, como venidos de una profundidad abismal, resonaban como un rugido infernal haciendo temblar el mismo suelo. Mientras Deimos se retorcía, de su cabeza empezaron a surgir unos poderosos cuernos. Su figura estaba aumentando y también su espada. Desvanecido y entre sudores, cayó de rodillas mientras se apoyaba con su espada. Ayudándose de esta, se puso en pie. Ahora, media la altura de dos hombres y su piel se había tornado de un color rojizo, propio de los takhä. Sus dientes habían dejado paso a unos afilados colmillos visibles cuando reía:
-¡Comandante, este es tu fin! -gritó la bestia mientras cargaba con su enorme espadón hacía el guerrero.
Sayrz, aún perplejo ante lo que acababa de acontecer, alzó su escudo instintivamente. La enorme hoja del comandante de Nurm se estrelló contra el escudo partiéndolo como si se tratase de una rama seca e hirió su brazo izquierdo:
-¡Acabará con él! -gritó una de las sacerdotisas de Kôr.
-Debemos hacer algo -añadió otra.
Katne reaccionó rápidamente y lanzó una flecha que impactó contra el rostro del gigantesco enemigo. Como si hubiera sido el choque contra una piedra, la sagita salió disparada en otra dirección sin que el demonio se percatara del ataque. En ese momento, sólo una cosa ocupaba sus pensamientos...
Deimos se acercó hacia Sayrz mientras sus pies empezaban a moldearse en un estallido de fuego negro que tuvieron como final la conversión en dos enormes garras. Levantó su espada por encima de la cabeza para asestar el golpe final, aquel que segaría la vida del comandante.



Con el corazón encogido, las sacerdotisas observaban la lucha. La muerte del guerrero era inevitable. Una de ellas, derramó una lágrima que cayó sobre su coraza. De su interior, una luz de un azul intenso comenzó a emanar hacia el exterior. Del foco luminoso, colgaba una fina y preciosa cadena. La sacerdotisa Hlenn, extendió su mano hacia el colgante de Asïr, que descansó en su mano. Recordó en ese instante las palabras de su maestra sacerdotisa Tyanä y sin vacilar, la aferró con fuerza.



Mientras miraba los ojos cargados de odio de Deimos, un extraño frío ivadió el cuerpo de Sayrz. Mirando hacia abajo, vio como una gran cantidad de sangre brotaba de su interior mientras lo comenzaba acosar un placentero sueño. Sabía lo que era. No iba a rendirse a la muerte con tanta facilidad. Luchando contra su propia naturaleza, el comandante sentía como ese frío se extendía por todo su cuerpo. Intentó abrir los ojos, pero se vio envuelto en agua.


La sacerdotisa Hlenn observó como del colgante emergía un basto torrente de agua. Surgida de la diminuta superficie de la joya, envolvió a los Isïr y los atrapó en una fuerte corriente. Lo último que la sacerdotisa pudo ver, fue como sus pies se alejaban con suavidad de la tierra.
Se encontraban en algún lugar en medio de la llanura de las tierras rojas. Miró a su alrededor y Hlenn vio al resto de sus compañeros que como ella, se levantaban confusos del suelo. Pero, uno de ellos permanecía arrodillado, Katne:
-¡Sayrz! ¡Escuchame amigo!
El comandante espadachín permanecía tumbado sin moverse. Ante los constantes gritos y zarandeos del arquero, el joven consiguió al fin abrir los ojos:
-Si estas aquí amigo... -las palabras del comandante tranquilizaron a Katne, que lo abrazó:
-Les he fallado -continuó el guerrero con un hilo de voz- la espada de Naresh... ya no hay esperanzas para Ardân. He caído frente el primer...
El guerrero empezó a toser sin poder terminar su frase. De su boca salió sangre que fluyó por su barbilla hasta llegar al pecho. Al percatarse, se dirigió a Katne mientras alzaba con enorme dificultad la mano con la que sostenía la espada:
-Quedatela. Que la estela de mi alma proteja al menos aquello que en vida no pude salvar. Lucha con fuerza amigo, siempre has sido el mejor. Confió en ti.
Sayrz consiguió levantar el mango de su fiel arma hasta el pecho de Katne que ignorando su gesto le gritó:
-No vas a morir ¿me oyes? ¡Vivirás! -ante las palabras del arquero, Sayrz sonrió empalidecido mientras le temblaba la comisura de sus labios:
-Katne viejo amigo, siempre has sido tan inocente... -dijo el guerrero mientras el viento se llevaba su último aliento.